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Cada Mes...

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CADA MES

Cada mes, a la misma hora, Damián esperaba en el umbral de su casa. Las horas se estiraban y contraían, como el viento que cruzaba el jardín, y el sol siempre caía en ángulos distintos, como si el tiempo se burlara de él. Se sentaba en el borde de su puerta con las piernas cruzadas y la mente desbordada de fantasías. La espera no era sólo eso, era una aventura en su mente. Damián imaginaba que Darío no era simplemente un hombre que vivía lejos. No, Darío era un aventurero, un héroe que se iba a lugares imposibles, luchando contra seres invisibles más allá de las estrellas, en misiones secretas que lo mantenían alejado por tanto tiempo. “Papá se va a otros planetas”, se decía a sí mismo, armando en su cabeza historias fantásticas en las que su padre era un héroe intergaláctico. 

Las horas antes de su llegada se llenaban de juegos inventados, donde él también era parte de aquellas misiones, combatiendo criaturas y desafiando peligros en mundos lejanos. Siempre estaba preparado para cuando Darío apareciera, como si el regreso de su padre marcara el final de una misión heroica y el comienzo de una nueva aventura juntos. Y cuando finalmente Darío llegaba, Damián corría hacia él con la emoción vibrante de un niño que veía a su padre como un gigante, alguien que siempre traía consigo la promesa de una aventura más.

Su padre, Darío, llegaba una vez al mes, apenas unas horas, como si solo lo hiciera para contemplar que su hijo seguía creciendo, mientras él se mantenía inmóvil, atrapado en un ciclo que nunca parecía terminar. Siempre lo recogía en su casa, a las dos de la tarde. Cada vez que lo veía aparecer en el horizonte, Damián sentía que su pecho se hinchaba de emoción. Corría hacia él, con los brazos abiertos, esperando que su padre lo alzara del suelo y lo colocara sobre sus hombros. Y Darío siempre lo levantaba, siempre sonreía, siempre le preguntaba por sus juegos, como si esas pocas horas que compartían fueran suficientes para compensar el tiempo perdido.

Aunque Damián no lo sabía entonces, esas visitas estaban llenas de silencios disfrazados, de cosas que Darío no decía, de verdades que la madre de Damián no compartía. Pero para Damián, su padre seguía siendo un héroe. Él veía más allá de las ausencias, más allá de la vida que no compartían a diario.

El acuerdo con su madre era así: pocas horas, nunca más de lo necesario. Darío había aprendido a convivir con el vacío de los días entre esas visitas, a llenar su vida con los ecos de las risas del pasado, a retener el olor de su hijo en sus brazos. Sin embargo, con cada encuentro, algo sutil cambiaba. Corrió el tiempo y el niño que antes corría hacia él con los brazos abiertos ahora avanzaba con pasos más lentos, con un lenguaje distinto en los ojos. Las historias que Damián se contaba para soportar la ausencia de su padre comenzaron a desvanecerse. Ya no era tan fácil imaginar a su padre viajando entre planetas. Las historias se volvieron absurdas, y en lugar de correr hacia él con la misma emoción, lo veía llegar desde la puerta de la casa, sentado, con los brazos cruzados, mientras el sol caía en ángulos que hacían que las sombras en su rostro se sintieran más largas. 

Ahora sólo veía a un hombre que llegaba cada mes a destiempo como si cumpliera con un deber, como un eco de una vida que ya no les pertenecía. Se abrazaban, se iban en silencio, y cada palabra parecía sacada a la fuerza de algún rincón perdido de la memoria. 

El entorno alrededor susurraba su incomodidad. Cada calle, cada árbol parecía testigo de un tiempo inalcanzable, y a veces, en la quietud, Darío sentía que las ramas de los árboles circundantes se alargaban hacia él como queriendo atraparlo en una red invisible, reteniéndolo en ese ciclo. Sabía que, al igual que su hijo, ese lugar también cambiaba; cada vez que volvía de sus paseos con Damián, las calles entre los árboles parecían más retorcidas, como si lo desafiaran a encontrar un sendero diferente.

Damián, por su parte, no podía evitar sentir una mezcla de emociones cuando veía a su padre. Parte de él seguía esperando, en lo más profundo, que su padre volviera a ser ese héroe de sus fantasías infantiles, ese hombre que lo levantaba en hombros y le hacía promesas de aventuras. Pero con cada visita, se daba cuenta de que Darío era solo un hombre, y un hombre que había estado ausente la mayor parte de su vida. Lo veía y quería sentir lo que había sentido de niño, pero lo único que encontraba era una sensación de vacío.

Había días en los que Damián se preguntaba si su padre realmente lo conocía. Si entendía lo que había sido para él crecer sin su presencia constante, llenar esos vacíos con historias inventadas, solo para luego descubrir que la realidad no coincidía. Ya no esperaba con la misma ilusión.

—¿Por qué te vas tanto tiempo? —le había preguntado Damián una vez, cuando todavía era un niño—. ¿Es porque tienes que salvar planetas?

Darío había sonreído entonces, sin saber qué decir. Sabía que cualquier respuesta sería insuficiente.

Pero ahora, años después, la pregunta no era sobre planetas ni aventuras. La pregunta no era dicha en voz alta, pero colgaba en el aire cada vez que se miraban: “¿Por qué te fuiste?” “¿Por qué no estuviste conmigo?” pero las respuestas ya no eran fantasías sino certezas frías.

Los años pasaron, como hojas arrastradas por el viento, y Damián ya no era el niño que alguna vez fue. Sin embargo, en algún rincón de su corazón, aún latía un eco lejano, un vestigio de los días en que imaginaba a Darío viajando entre estrellas y planetas. Aferrado a ese sueño, decidió dar el paso que siempre había temido: quiso alcanzar a su padre en su propio mundo, el mundo que había habitado en su mente durante tanto tiempo.

El día en que el muchacho decidió vivir con él llegó sin previo aviso. “Finalmente”, pensó Dario, “finalmente podremos convivir como se debe, ahora que está aquí”. Pero el hijo que llegó ya no era el niño pequeño que recordaba, sino un adolescente que miraba al mundo con curiosidad y al padre con distancia. Su lenguaje había cambiado; los héroes que Darío había sido en los ojos de su hijo ahora eran sombras desdibujadas en el horizonte de su memoria.

Damián se enfrentaba a la realidad de que su padre no era el hombre que había imaginado. En su mente, Darío siempre había sido una figura distante pero heroica, alguien que venía y se iba, pero que, en su ausencia, se transformaba en alguien más grande que la vida. Vivir con él de manera constante, sin las escapatorias de las visitas breves, le reveló a Damián la verdad: Darío era solo un hombre, con todas las imperfecciones que eso conllevaba. Un hombre que no sabía cómo hablar con él, que a menudo prefería el silencio a las largas conversaciones que Damián había esperado.

Vivieron juntos por un tiempo. Darío intentaba, cada día, reconstruir esa conexión perdida, como si fuese capaz de volver a lo que había sido su relación de padre e hijo. Sin embargo, Damián había cambiado tanto, y Darío, aunque se esforzaba por reparar su relación, nunca conseguía hacer coincidir las piezas. El adolescente que ahora lo observaba desde la otra punta de la mesa no tenía ni los ojos ni los gestos del niño que alguna vez había colgado de su cuello.

Una tarde, Damián habló.

—Papá… quiero irme —dijo, como quien revela una verdad conocida pero nunca dicha—. Siento que no pertenezco aquí.

Darío lo miró largo rato, mientras el viento se colaba por las ventanas, moviendo las cortinas. Todo dentro de él se quebró, o tal vez ya estaba roto desde hacía tiempo, y aunque una parte de él ya había intuido que ese momento llegaría, la realidad de escucharlo le dolió profundamente. Sabía que Damián tenía razón. El hijo que había venido a vivir con él no era el mismo niño que veía cada mes, y él, aunque no quisiera admitirlo, tampoco era el mismo padre. Cada día, sin darse cuenta, se habían distanciado, como el cambio lento y constante de los árboles que no se percibe hasta que uno mira al bosque y descubre que ya no lo reconoce.

—Lo entiendo —dijo Darío, con la voz contenida y un tono arrastrado por el peso de una tristeza indescriptible. Dos palabras que llevaban consigo el eco de un dolor profundo, un sufrimiento tan vasto que arrastraba consigo los recuerdos y las esperanzas. Las palabras que realmente quería decir se quedaron atrapadas en su garganta, ocultas bajo el más inmenso de los dolores.

Damián asintió lentamente. No había amargura en su decisión, solo la aceptación de una verdad incómoda. Vivir con su padre no lo había acercado a él, sino que lo había empujado a comprender que las distancias emocionales no se curan con la mera proximidad física.

Esa misma semana, Damián empacó sus cosas en silencio, con la misma determinación que había mostrado cuando decidió mudarse con su padre.

Darío no discutió, en su último desayuno juntos, apenas intercambiaron palabras. Ambos sabían que era un adiós, aunque ninguno lo dijo explícitamente. Dejó que Damián se fuera, y lo observó desaparecer por el mismo camino que una vez lo condujo hasta él, por el mismo camino que Damián una vez había recorrido con ilusión infantil. 

Sabía que no volvería. Damián había elegido otro lugar, otra vida, y no podía retenerlo, como no podía retener al niño que había sido, o al hombre en que él mismo se había convertido. Las visitas mensuales, aunque frías, les habían dado la ilusión de una relación que aún podía ser rescatada. Pero ahora, viendo a su hijo alejarse para siempre, Darío comprendió que habían perdido más de lo que nunca tuvieron.

Se quedó solo en la casa, rodeado por el susurro inquietante de una soledad que parecía resonar en cada rincón. Los ecos del vacío, como si el silencio tuviera memoria, le devolvían las voces que alguna vez llenaron ese espacio.

Darío salió de la casa, caminando y sintiendo que las calles se retorcían y cambiaban con cada paso. Todo parecía distinto, como si nunca hubiera sido el mismo. Como si hubiera cambiado con cada estación, con cada día. “Igual que Damián, igual que yo”, pensó. Los árboles lo miraban desde su altura, susurrando secretos que él ya no podía entender. 

Era un lugar nuevo, desconocido… aunque siempre había estado ahí.

CODA

Después de la partida de Damián, Darío se encontró de nuevo en la casa solitaria, pero esta vez el vacío no era un eco silencioso; era un espacio tangible, un paisaje desolado que se extendía ante él. Las habitaciones, una vez llenas de la presencia de su hijo, ahora parecían aún más vastas y sombrías, como si la ausencia hubiera ampliado cada rincón.

Las tardes, antes compartidas entre charlas torpes y silencios incómodos, se transformaron en horas interminables de reflexión. Darío pasaba sus días caminando por las calles y bosquecillos que rodeaba su hogar, tratando de llenar el vacío con sus pensamientos. Se preguntaba qué había hecho mal, qué decisiones lo habían llevado a perder a su hijo. Sin embargo, en su soledad, comenzó a construir en su mente un relato diferente.

En sus fantasías, Darío empezó a imaginar a Damián no como el joven distante que lo había dejado atrás, sino como el niño que una vez había esperado con ansias sus visitas, un niño que ahora estaba en un viaje heroico, explorando un mundo nuevo y viviendo aventuras que él mismo había soñado. En su mente, ahora era Damián quien era un explorador, un aventurero cuyas historias llenaban el espacio que había dejado en la casa.

Cada noche, Darío se sentaba junto a la ventana, mirando las estrellas y hablando en voz baja con la oscuridad, como si esperara una respuesta. En sus imaginaciones, sus conversaciones con Damián eran llenas de promesas y risas, un contraste con la fría realidad que lo rodeaba. Pensaba que su hijo estaba a punto de regresar, trayendo consigo las historias de esos lugares lejanos, y que entonces, finalmente, podrían entenderse.

En la soledad de la noche, Darío se aferraba a estos sueños, como si fueran el único refugio contra el dolor de la realidad. En sus fantasías, la distancia que había separado a padre e hijo se convertía en nada más que una prueba, un viaje que, al final, les uniría en una comprensión mutua y profunda. Sin embargo, cada mañana, al despertar, la realidad lo golpeaba con su dureza, y el espacio vacío a su alrededor se hacía aún más palpable.

Así, Darío vivía entre el dolor de la ausencia y el consuelo de sus propias ilusiones, atrapado en un mundo donde la distancia de su hijo se transformaba en una epopeya llena de esperanza y añoranza. Mientras las estaciones cambiaban y los árboles se teñían de los colores del paso del tiempo, él continuaba esperando, no el regreso de un joven, sino el cumplimiento de una fantasía que le ofrecía una forma de paz en su propia desolación.

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