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Bosque Mítago - Capítulo 1

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En mayo de 1944 recibí los papeles de alistamiento y, de mala gana, partí hacia la guerra. Mi entrenamiento tuvo lugar en Lake District, y luego me embarcaron hacia Francia con el Séptimo de  Infantería.

La noche anterior a la partida, estaba tan enfadado con mi padre por su aparente despreocupación en lo relativo a mi seguridad, que, cuando se durmió, me acerqué silenciosamente a su escritorio y arranqué una página de su libreta, el diario donde detallaba su trabajo silencioso y obsesivo. El fragmento tenía como única fecha «Agosto del 34», y lo leí muchas veces, desesperado por no comprender nada, pero contento de haberle arrebatado al menos una pequeña parte de su vida, una parte que me sustentaría en aquellos días dolorosos y solitarios.

La anotación comenzaba con un amargo comentario sobre las pérdidas de tiempo que se le imponían: el mantenimiento de Refugio del Roble, nuestro hogar familiar, las exigencias de sus dos hijos, y la difícil relación con su esposa, Jennifer. Si mal no recuerdo, por aquel tiempo mi madre estaba gravemente enferma. Terminaba con un párrafo memorable por su incoherencia:
Una carta de Watkins. Está de acuerdo conmigo en que, en ciertas épocas del año, el aura que rodea el bosque puede llegar hasta la casa. Debo meditar sobre las implicaciones. Quiere conocer el poder del vórtice roble que he medido. ¿Qué le cuento? Desde luego, nada del primer mitago. También he notado que la zona premitago es cada vez más rica. Pero, al mismo tiempo, es evidente que pierdo progresivamente el sentido del tiempo.
Atesoré este pedazo de papel por muchas razones, pero sobre todo, porque representaba los escasos momentos de interés apasionado de mi padre... aunque, al mismo tiempo, no podía compartir este interés, igual que no podía compartir su vida cuando estaba en casa.

Me hirieron a principios de 1945, y cuando terminó  la guerra,  me las arreglé para quedarme en Francia. Viajé hacia el sur para pasar la convalecencia en un pueblo de las colinas que hay más allá de Marsella, y allí viví con unos viejos amigos de mi padre. Era un lugar cálido, seco, silencioso y tranquilo. Me pasaba horas y horas sentado en la plaza del pueblo, y pronto se me consideró parte de la pequeña comunidad.

Las cartas de mi hermano Christian, que había vuelto a  Refugio  del  Roble cuando terminó la guerra, me llegaban puntualmente todos los meses durante el largo año de 1946. Eran cartas alegres, informativas, pero parecían cada vez más tensas: evidentemente, la relación de Christian con nuestro padre se deterioraba por momentos. El viejo no me escribió nunca, pero tampoco lo esperaba. Hacía mucho que me había resignado, lo máximo que obtendría de él sería indiferencia. Toda la familia no era más que una intrusión en su trabajo. Su sentimiento de culpabilidad por habernos descuidado, y sobre todo por haber hecho que nuestra madre se suicidara, se convirtió rápidamente, durante los primeros años  de guerra, en una locura histérica verdaderamente aterradora. Esto no quiere decir que estuviera gritando siempre; todo lo contrario, se pasaba la mayor parte del tiempo en silencio, absorto en la contemplación del bosque de robles cercano a nuestra casa. Estos períodos de silencio, que al principio no le enfurecían por la distancia que interponían entre la familia y él, se convirtieron pronto en una auténtica bendición.

Murió en noviembre de 1946, de una enfermedad que le  había  aquejado durante años. Cuando me enteré, me sentí dividido entre lo poco que me atraía volver a Refugio del Roble, en un rincón de Ryhope, en Herefordshire, y el evidente malestar de Christian. Ahora, mi hermano estaba solo en la casa donde habíamos pasado juntos la infancia. Me lo imaginaba recorriendo las habitaciones vacías, quizá sentado en el estudio húmedo e insalubre de nuestro padre, recordando las horas de rechazo, el olor a madera y mantillo que acompañaba al viejo al cruzar las puertas con paneles de cristal cuando regresaba de sus expediciones de una semana a lo más profundo del bosque. Éste se había extendido por  esa habitación, como si mi padre no soportara estar lejos de los matorrales bajos y as húmedas sombras de los robles, ni siquiera cuando recordaba que  tenía  una familia. Demostraba recordarnos de la única manera en que sabía hacerlo: contándonos -sobre todo, contando a mi hermano- historias sobre los antiguos bosques que se divisaban desde la casa, sobre los robles, fresnos, hayas y otros árboles en cuyo oscuro interior (dijo una vez) aún se podía oír y oler al jabalí salvaje, incluso seguir sus  huellas.

Yo dudaba de que hubiera visto nunca a ese animal, pero  aquella  noche, sentado junto a la ventana de mi habitación, contemplando el pueblecito en las colinas (todavía llevaba la carta de Christian en la mano, hecha una bola), recordé con claridad cómo me había dedicado a escuchar los gruñidos lejanos de algún animal del bosque, cómo atendía al ruido del pesado desplazamiento de algo muy grande que se adentraba hacia el bosque por el ventoso camino que llamábamos Sendero Profundo, una ruta que transcurría en espiral hacia el mismo corazón del bosque.

Sabía que debía volver a casa, pero retrasé el viaje casi otro año. Durante ese tiempo, las cartas de Christian cesaron bruscamente. En la última, fechada el diez de abril, escribía sobre Guiwenneth, acerca de su extraño matrimonio, y aseguraba que me sorprendería la encantadora muchacha por la que había   perdido «corazón, mente, alma, razón, talento para cocinar y casi todo lo demás, Steve».

Le escribí para darle la enhorabuena, claro, pero durante los meses siguientes no hubo ninguna comunicación más entre nosotros.

Por fin, le escribí para hacerle saber que volvía a casa, que me quedaría en Refugio del Roble unas semanas, y luego buscaría alojamiento en alguna de las ciudades cercanas. Me despedí de Francia y de la comunidad que se había convertido en una parte importante de mi vida. Viajé hasta Inglaterra en autobús y tren, en ferry y otra vez en tren. El 20 de agosto, en coche de caballos, llegué hasta el tendido de ferrocarril en desuso que marcaba el límite de los terrenos. Refugio del Roble estaba al otro lado, a seis kilómetros si se daba un rodeo por la carretera, pero mucho más cerca por un camino que atravesaba los campos y bosquecillos de la finca. Mi intención era tomar la ruta más rápida, así que cogí lo mejor que pude mi única y destartalada maleta y eché a andar por el descuidado sendero. De cuando en cuando, echaba un vistazo por encima del alto muro de ladrillo rojo que señalaba los límites de la propiedad, tratando de ver algo a través de la espesura de pinos.

Pronto desaparecieron tanto el bosque como el muro, y la tierra se convirtió en una serie de campos bordeados de árboles, a los que entré por un desvencijado portillo con escalones de madera, casi oculto bajo las raíces de fresno y los arbustos fresales. No me costó poco abandonar la vía pública y avanzar por el camino sur que atravesaba los bosquecillos, serpenteando junto al riachuelo llamado «arroyo arisco», hacia la casa cubierta de hiedra que era mi  hogar.

Se acercaba el mediodía y el calor arreciaba cuando por fin avisté Refugio del Roble. En algún lugar, a mi izquierda, se oía el sonido de un tractor. Pensé en el viejo Alphonse Jeffries, el encargado de los terrenos. Y, junto con su rostro bronceado, sonriente, recordé la alberca del molino y el pequeño bote de remos desde el que solía pescar.

El recuerdo de la tranquila alberca se apoderó de mí, y me aparté del sendero sur, pese a que las ortigas me llegaban a la cintura, y los fresnos y los espinos crecían por doquier. Me acerqué a la orilla de la amplia alberca sombreada. El espeso bosque de robles del otro lado impedía verla en toda su extensión. Casi oculto entre los arbustos que poblaban la orilla más cercana estaba el pequeño bote desde el que Chris y yo solíamos pescar años antes. Había perdido casi por completo la capa de pintura blanca y, aunque el casco parecía intacto, dudé que soportara el peso de un hombre adulto. No lo toqué. Me limité a rodear la alberca para sentarme en los desiguales escalones de cemento que llevaban al desvencijado embarcadero. Desde allí, contemplé la superficie de la alberca, poblada por nubes de insectos, sólo alterada por el paso de algún que otro  pez.

-Sólo nos harían falta un par de palos y un trozo de cordel. 

La voz de Christian me sobresaltó. Debía de haber caminado desde el Refugio por el sendero que la vegetación me impedía ver. Alegre, me puse en pie de un salto y me volví hacia él. La sorpresa que me causó su aspecto fue tan brutal como si me hubieran golpeado, y creo que se dio cuenta, aunque le rodeé con los brazos y le di un fuerte abrazo fraternal.

-Tenía que ver otra vez este lugar -dije.
-Te comprendo -asintió, mientras nos separábamos-. Yo  suelo  venir a menudo
.
Nos miramos, y se hizo un extraño silencio. Y, de pronto, tuve la certeza de que no le alegraba verme.

-Estás muy moreno -señaló -. Y muy demacrado. Saludable  y  enfermo  al mismo tiempo...
-Sol mediterráneo, recogida de la uva y una granada de metralla. Aún no me he recuperado del todo. -Sonreí-. Pero me encanta estar de vuelta y verte de  nuevo.
-Sí -respondió vagamente-. Me alegra que hayas regresado Steve. Me alegra mucho. Me temo que la casa... bueno, no está muy ordenada. Tu carta no llegó hasta ayer, y no he tenido tiempo de hacer nada. Pronto verás que las cosas han cambiado bastante.

Sobre todo él. Apenas podía creer que éste fuera el joven alegre y vivaz que marchó con su unidad en 1942. Había envejecido de una manera increíble, tenía el pelo surcado de hebras grises, más evidentes al llevarlo largo y sucio. Me recordó a nuestro padre: la misma mirada distante, ausente, idénticas mejillas demacradas, idénticas arrugas profundas en todo el rostro. Pero lo que más me chocaba era su porte en general. Siempre había sido del tipo recio, musculoso. Ahora era como el proverbial espantapájaros, flaco, desgarbado,  siempre nervioso. Lanzaba miradas hacia todas partes, pero sin concentrarse nunca en mí. Y olía. A bolas de naftalina, como si la camisa blanca y los anchos pantalones grises que llevaba acabaran de salir del armario. Y había otro olor, por debajo del de la naftalina..., el punzante aroma de bosque y hierba. Tenía tierra en las uñas y en el pelo, y sus dientes amarilleaban.

Con el paso de los minutos, pareció relajarse ligeramente. Discutimos un poco, reímos otro poco y paseamos alrededor de la alberca, golpeando los arbustos con palos. Pero no podía librarme de la sensación de haber llegado a casa en un mal momento.

-¿Fue difícil... lo del viejo? Me refiero a los últimos días. 

Negó con la  cabeza.

-Durante las dos últimas semanas, más o menos, le atendió una enfermera aquí. No puedo decir que muriera en paz, pero al menos dejó de hacerse daño a sí mismo... y, de paso, a mí.
-Iba a preguntártelo. En tus cartas sugerías que había cierta hostilidad entre vosotros.

Christian frunció los labios en una sonrisa sombría, y me  miró  con  una expresión extraña, algo a medio camino entre el asentimiento y la sospecha.

-Más bien una guerra abierta. Poco después de que yo regresara de Francia, se volvió bastante loco. Tendrías que haber visto la casa, Steve. Tendrías que haber visto al viejo. Creo que llevaba meses sin lavarse. No sé qué habría estado comiendo... Desde luego, nada tan sencillo como huevos y carne.  Para  ser sincero, durante unos meses creí que se alimentaba de madera y hojas. Estaba en unas condiciones desastrosas. Me dejó ayudarle con su trabajo, pero pronto empezó a odiarme. Trató de matarme más de una vez, Steve. Y lo digo en serio, auténticos atentados contra mi vida. Supongo que tenía un motivo...

El relato de Christian me dejó atónito. La imagen de mi padre había cambiado. De ser un hombre frío, resentido, a convertirse en una figura enloquecida que se lanzaba sobre mi hermano para golpearle con los puños.

-Siempre pensé que te quería más a ti. Era a ti a quien contaba las historias del bosque. Yo escuchaba, pero siempre era a ti a quien sentaba sobre sus rodillas. ¿Por qué iba a intentar matarte?
-Me involucré demasiado -fue toda la respuesta de Christian. 

Me ocultaba algo, algo de importancia fundamental. Se le notaba en el tono de voz, en la expresión hosca, casi resentida. ¿Debía presionarle o no? Difícil decisión. Nunca me había sentido tan lejos de mi propio hermano. Me pregunté si su comportamiento repercutía en Guiwenneth, la chica con quien se había casado. Me pregunté qué clase de atmósfera estaría respirando la pobre en Refugio del  Roble.

Saqué el tema de la chica con precaución. Christian golpeó furioso los arbustos de la alberca.

-Guiwenneth se ha ido -fue toda su respuesta. Me detuve,  sobresaltado.
-¿Qué quieres decir, Chris? ¿Adonde ha  ido?
-Simplemente se ha ido -replicó furioso, de mala gana-. Pertenecía a papá, se ha ido, y no hay más que hablar.
-No sé qué quieres decir. ¿Dónde está? En tu carta parecías tan  feliz...
-No debí escribirte sobre ella. Fue un error. Ahora, deja el tema, ¿vale?

Después de aquella réplica, me sentía cada vez más intranquilo con  Christian.

Desde luego, le sucedía algo terrible, y era evidente que la partida de Guiwenneth había contribuido en gran manera a aquel terrible cambio que no podía dejar de advertir. Pero también sentí que había algo más. Y no podía saber qué era, a menos que Christian hablara de ello.

-Lo siento -fueron las únicas palabras que conseguí  formular.
-No lo sientas.

Caminamos en dirección al bosque, donde el suelo se volvía fangoso  e inseguro durante unos metros, antes de desaparecer en un pantano musgoso de piedras, raíces y madera putrefacta. Los rayos del sol apenas conseguían atravesar el espeso follaje de los árboles, y hacía frío. Los densos arbustos se movían con la brisa, y vi como el bote se mecía ligeramente.

Christian siguió la dirección de mi mirada, pero no se fijó en el bote ni en la alberca. Estaba perdido en algún lugar de sus propios pensamientos. Durante un breve instante, la tristeza me atenazó al ver a mi hermano tan destruido en aspecto y actitud. Quería desesperadamente tocarle el brazo, estrecharle, y era terrible, pero me daba miedo hacerlo.

-¿Qué demonios te ha pasado, Chris? ¿Estás enfermo? -le pregunté con una voz bastante serena. Por un momento no  respondió.
-No estoy enfermo -dijo al  final.

Dio una patada a una seta seca, que quedó convertida en un polvillo que la brisa arrastró. Me miró con algo parecido a la resignación en su rostro obsesionado.

-He cambiado un poco, nada más. He retomado el trabajo del viejo. Quizá se me haya pegado algo de su indiferencia.
-Si es así, quizá deberías dejarlo una  temporada.
-¿Por qué?
-Porque la obsesión del viejo terminó por matarle. Y, por tu aspecto, sigues el mismo camino.

Christian sonrió un instante, y lanzó el palo a la alberca, donde salpicó un poco y quedó flotando en un charco de sucias algas verdes.

-Quizá valga la pena morir por lo que él buscaba..., aunque no lo  encontrara.

No comprendí el tono dramático en la afirmación de Christian. El trabajo que tanto había obsesionado a nuestro padre consistía en dibujar mapas del bosque, en buscar pruebas de la existencia de sus antiguos pobladores. Había inventado toda una nueva jerga para su propio uso, y consiguió dejarme completamente al margen, sin la menor posibilidad de comprender su trabajo. Se lo dije a  Christian.

-Es muy interesante, pero no tanto como crees  -añadí.
-Hacía mucho, mucho más que dibujar mapas. Pero ¿recuerdas esos mapas, Steve?  Increíblemente detallados...

Recordaba uno con bastante claridad, el más grande de todos. Mostraba con gran precisión los senderos y los caminos menos importantes, que atravesaban los grupos de árboles y montículos pedregosos. Los claros estaban dibujados con precisión casi obsesiva, cada uno numerado e identificado, y todo el bosque aparecía dividido en zonas con nombre propio. Una vez, Chris y yo montamos un campamento en uno de los claros, en el bosque, aunque no nos adentramos demasiado.

-Muchas veces intentamos adentrarnos más. ¿Recuerdas aquellas expediciones, Chris? En cuanto terminaba el sendero profundo, nos perdíamos. Y nos asustábamos mucho.
-Cierto -replicó Christian con voz tranquila, mientras me miraba de una manera enigmática-. ¿Y si te dijera que el bosque nos impidió entrar? -añadió -, ¿Me creerías?

Contemplé los grupos de arbustos, árboles y sombras, donde apenas llegaba la luz del sol.

-Supongo que, en cierto modo, lo  hizo  -respondí-. Nos impidió adentrarnos más porque nos hizo tener miedo, porque hay pocos senderos y está lleno de piedras y raíces... Es muy difícil caminar por ahí. ¿Te refieres a eso? ¿O a algo un poco más siniestro?
-«Siniestro» no es la palabra que yo utilizaría -señaló Christian. 

Pero, por el momento, no añadió nada más, Se agachó para recoger una hoja de un roble pequeño, inmaduro, y la frotó entre el índice y el pulgar antes de aplastarla con el puño. Todo esto sin dejar de mirar hacia el bosque.

-Éste es un bosque de robles, Steve. Un bosque virgen desde los tiempos en que todo el país estaba cubierto de bosques de árboles caducos: robles, fresnos, saúcos, serbales, espinos...
-Y todos los demás -le interrumpí con una sonrisa-. Recuerdo la lista que nos hacía el viejo.
-Cierto. Y hay más de cinco kilómetros cuadrados de bosque desde aquí hasta Grimiey. Cinco kilómetros cuadrados de auténtico bosque posterior a la Era Glaciar. Y ha permanecido intacto, sin que nadie lo invadiera, durante miles de años.

Pareció despertar de un sueño, y me miró con gesto duro.

-Se resisten a cambiar -añadió.
-Siempre pensó que había jabalíes vivos ahí dentro -dije-. Recuerdo que una noche oí algo, y él me convenció de que se trataba de un jabalí salvaje, de un enorme jabalí que corría por el lindero del bosque, en busca de una  hembra.

Christian echó a andar de vuelta hacia el embarcadero, y le  seguí.

-Seguramente tenía razón. Si ha sobrevivido algún jabalí de la Edad  Media, estará en un bosque como  éste.

Como estaba pensando en sucesos acaecidos muchos años antes,  los recuerdos fueron regresando muy despacio. Volví a ver imágenes de mi infancia: el sol abrasador sobre la piel arañada por las zarzas, las excursiones de pesca a la alberca del molino, los campamentos entre los árboles, los juegos, las exploraciones... y, una y otra vez, recordé a  Brezo.

Mientras volvíamos hacia el pisoteado sendero que  llevaba  al Refugio, discutimos sobre la visión. Yo tenía nueve o diez años. Íbamos hacia el Arroyo Arisco a pescar, y decidimos probar nuestros palos y cordeles en la alberca del molino con la vana esperanza de atrapar a alguno de los peces depredadores que allí vivían. Cuando nos acuclillamos junto al agua -sólo nos atrevíamos a salir con el bote si nos acompañaba Alphonse-, vimos un movimiento entre los árboles, al otro lado de la orilla. Fue una visión asombrosa, que nos  dejó subyugados durante los meses siguientes..., además de aterrorizarnos, desde luego. De pie, mirándonos, había un hombre vestido con pieles marrones. Se  ceñía  con un ancho cinturón brillante, y la barba hirsuta, anaranjada, le llegaba al  pecho. Llevaba unas ramitas en la cabeza, sujetas  a la coronilla  con una tira  de cuero. Nos contempló sólo un instante, antes de volver a la oscuridad. No oímos ni un ruido durante aquel lapso, ni cuando se acercó, ni cuando  desapareció.

Corrimos de vuelta a la casa, y llegamos ya algo más tranquilos. Christian concluyó que debía de tratarse del viejo Alphonse, que nos quería tomar el pelo. Cuando le mencionó a nuestro padre lo que habíamos visto, éste reaccionó casi con furia, aunque Christian creía recordar que se había puesto nervioso, y que si nos gritó fue por eso, no por habernos acercado a la alberca prohibida. Fue nuestro padre quien empezó a llamarle «el Brezo», refiriéndose a las ramas de brezo que llevaba en la cabeza. Y, poco después de que se lo contáramos, desapareció en el bosque durante casi dos semanas.

-Fue la vez que volvió herido, ¿recuerdas? - Ya habíamos llegado a Refugio del Roble, y Christian me abrió la puerta de la  valla.
-La herida de flecha. La flecha gitana. Dios, fue un día  terrible.
-El primero de muchos.

Advertí que la mayor parte de la hiedra había desaparecido de los muros de la casa. Ahora era un lugar gris, con pequeñas ventanas sin cortinas entre el ladrillo oscuro. El tejado, con sus tres esbeltas chimeneas, quedaba parcialmente oculto entre las ramas de una enorme haya vieja. El patio y los jardines estaban sucios, descuidados; el corral de los pollos, vacío; los establos para animales, deteriorados, casi en ruinas. Desde luego, Chris lo había descuidado todo. Pero, cuando atravesé el umbral, me sentí como si nunca hubiera estado fuera de allí. La casa olía a comida rancia y a cloro, y casi pude ver la esbelta silueta de mi madre, limpiando la enorme mesa de pino de la cocina, con los gatos a su alrededor, tendidos en el suelo de losetas rojas.

Christian estaba tenso otra vez. Me miraba de esa  manera  inquieta  que delataba su intranquilidad. Supuse que aún no sabía si alegrarse o enfadarse conmigo por haber vuelto a casa. Por un momento, me sentí como un  intruso.

-¿Por qué no deshaces las maletas y te refrescas un poco? -me dijo-. Puedes instalarte en tu vieja habitación. Supongo que estará mal ventilada,  pero  no tardará en airearse. Luego, cuando bajes, podemos comer algo. En cuanto tomemos el té, tendremos todo el tiempo del mundo para charlar.

Sonrió, y me pareció que era un intento de hacer un chiste. Pero  siguió hablando rápidamente, mientras me miraba con  frialdad.

-Porque, si te vas a quedar en casa una temporada, más vale que sepas lo que está pasando aquí. No quiero que te entrometas en esto, ni en lo que estoy haciendo, Steve.
-No me meteré en tu vida,  Chris...
-¿No? Ya veremos. No negaré que tu presencia me pone nervioso. Pero, ya que has venido...

Se detuvo y, por un momento, pareció casi  avergonzado.

-Bueno, ya hablaremos.

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