Aunque me intrigaba lo que había dicho Christian, y me preocupaba la aprensión que parecía sentir ante mi presencia, contuve mi curiosidad y dediqué una hora a explorar de nuevo la casa, de arriba abajo, por dentro y por fuera. Todo, menos el estudio de mi padre, cuya mera visión me asustaba mucho más que el comportamiento de Christian. Nada había cambiado, excepto que todo estaba sucio y descuidado. Christian había contratado a alguien por horas para que limpiara y cocinara: una mujer del pueblo cercano acudía en bicicleta al Refugio todas las semanas, y preparaba una empanada o un estofado que a mi hermano le duraría tres días. Christian no andaba escaso de productos de la granja, tanto era así que apenas utilizaba la cartilla de racionamiento. Al parecer, obtenía todo lo que necesitaba -incluso té y azúcar-, en la hacienda Ryhope, donde siempre se habían portado bien con nuestra familia.
Mi antigua habitación estaba casi exactamente como la recordaba. Abrí la ventana de par en par, y me tumbé en la cama unos minutos para contemplar el brumoso cielo de los últimos días del verano, atisbando entre las ramas de la gigantesca haya que crecía tan cerca del Refugio. Cuando era un chiquillo, salté muchas veces de la ventana a ese mismo árbol, y tenía mi campamento secreto entre sus gruesas ramas. Mientras la luna se reflejaba en mi pijama, tiritaba de frío acurrucado en aquel lugar privado, imaginando las oscuras actividades de las criaturas que pululaban abajo.
La comida, a media tarde, fue un sustancioso festín de cerdo frío, pollo y huevos duros, todo en cantidades que no había soñado con volver a ver tras dos años de estricto racionamiento en Francia. Por supuesto, nos estábamos comiendo sus reservas para varios días, pero a Christian no parecía preocuparle.
Además, él comió muy poco.
Después charlamos durante un par de horas., y Christian se relajó de manera visible, aunque en ningún momento mencionó a Guiwenneth, ni el trabajo de nuestro padre. Yo tampoco saqué a relucir ninguno de los dos temas.
Nos arrellanamos en los incómodos sillones que pertenecieran a nuestros abuelos, rodeados de recuerdos de familia, ajados por el tiempo: fotografías, un ruidoso reloj de palisandro, espantosos cuadros de la exótica España, todos con agrietados marcos de madera pintada de purpurina, y colgados contra el papel floreado que cubría las paredes de la sala de estar desde que yo naciera. Pero aquello era mi hogar, y Christian era mi hogar, y los olores, y los objetos viejos, todo era mi hogar. Menos de dos horas después de llegar, ya sabía que iba a quedarme. No porque .me sintiera parte del lugar, aunque así era, sino porque aquel lugar me pertenecía. No en el sentido mercenario de la propiedad, sino porque la casa y sus alrededores habían compartido su vida conmigo.
Formábamos parte de la misma historia. Ni siquiera en Francia, en aquel pueblo del sur, había quedado al margen de esa historia. Simplemente, había constituido un extremo.
Cuando el pesado reloj empezó a chirriar, disponiéndose laboriosamente a dar las cinco, Christian se levantó como un resorte y arrojó el cigarrillo a medio fumar a la chimenea vacía.
-Vamos al estudio -dijo.
Me levanté sin decir nada, y le seguí a través de la casa hasta la pequeña habitación donde había trabajado nuestro padre.
-Te asusta esta sala, ¿verdad?
Abrió la puerta y entró. Se acercó al pesado escritorio de roble y, de uno de los cajones, sacó un gran libro con cubiertas de piel.
Titubeé un instante, todavía fuera del estudio. Miré a Christian. No podía ordenarles a mis piernas que me llevaran dentro de la habitación. Reconocí el volumen: era el libro de notas de mi padre. Me toqué el bolsillo trasero, donde tenía la cartera, y pensé en el fragmento de ese libro de notas que llevaba oculto allí. Me pregunté si alguien, mi padre o Christian, habrían advertido alguna vez la desaparición de la página. Christian me miraba, ahora con los ojos resplandecientes de emoción. Cuando dejó el libro sobre el escritorio, las manos le temblaban.
-Está muerto, Steve. Se ha marchado de esta habitación, de la casa. Ya no hay por qué tenerle miedo.
-¿No?
Pero, de pronto, encontré la fuerza necesaria para moverme, y traspasé el umbral. En cuanto entré en la húmeda habitación, la frialdad del lugar me afectó profundamente. El ambiente severo e inquietante que empapaba las paredes, las alfombras, las ventanas, me deprimió. Allí olía ligeramente a cuero, y también a polvo, con un leve gusto a barniz, como si Christian se hubiera tomado la molestia de mantener limpia aquella sofocante habitación.
No era una sala atestada, ni una biblioteca, como quizá habría querido mi padre. Había libros sobre zoología y botánica, sobre historia y arqueología, pero no eran ediciones raras, sino los ejemplares más baratos que pudo encontrar en su momento. Había más libros en rústica que en cartoné. La exquisita encuadernación de sus notas y el escritorio barnizado tenían un aire elegante que contrastaba con el descuidado estudio.
En las paredes, entre las estanterías de libros, colgaban sus especímenes enmarcados en cristal: trozos de madera, colecciones de hojas, burdos bocetos de la vida vegetal y animal, hechos durante los primeros años de su fascinación por el bosque. Y, casi oculta entre las cajas y las estanterías, estaba la flecha que le había herido hacía quince años, con las plumas retorcidas e inútiles, el asta rota, aunque encolada, y la punta de hierro embotada por la herrumbre. De todos modos, con aspecto letal.
Contemplé durante largos segundos aquella flecha; reviví el dolor del viejo, y las lágrimas que Christian y yo habíamos derramado por él mientras le ayudábamos a volver del bosque aquella fría tarde otoñal, seguros de que iba a morir.
¡Qué rápidamente cambiaron las cosas tras aquel extraño incidente, que nunca quedó explicado por completo! Si la flecha me recordó un lejano día, en el que todavía quedaba un atisbo de preocupación y amor en la mente de mi padre, el resto del estudio sólo irradiaba frialdad.
Aún podía ver la figura, cada vez más gris, inclinada sobre el escritorio, escribiendo con furia. Podía oír la respiración trabajosa, a causa de la enfermedad pulmonar que terminó por matarle. Podía oír su aliento contenido, el grito de irritación al darse cuenta de mi presencia, su forma de despedirme con un gesto de la mano que ni siquiera era airado, como si me negara incluso esa fracción de segundo.
Y cuánto se parecía ahora Christian a él, de pie tras el escritorio, desgreñado y enfermizo, con las manos en los bolsillos del pantalón, los hombros encorvados, todo su cuerpo temblando visiblemente... y, a pesar de todo eso, con un aire de confianza absoluta.
Había aguardado en silencio para que me acostumbrara a la habitación, para que los recuerdos y el ambiente surtieran efecto. Me acerqué al escritorio, de nuevo en el presente.
-Deberías leer sus notas, Steve - me dijo -. Te aclararán mucho las cosas, y también te ayudarán a comprender mejor lo que estoy haciendo.
Tomé el libro y examiné la caligrafía irregular, deslavazada. Entresaqué algunas palabras y frases. En pocos segundos, pasé la mirada por años de la vida de mi padre. En conjunto, las palabras tenían tan poco sentido como mi hoja robada. Al leerlas recordé la ira, el peligro, el miedo. La vida que palpitaba en aquellas notas me había sostenido durante casi un año de guerra, hasta significar algo fuera de su propio contexto. No quería perder aquella poderosa asociación con el pasado.
-Las leeré, Chris. De la primera a la última, te lo prometo. Pero no ahora.
Cerré el libro, y advertí que tenía las manos húmedas y temblorosas. Todavía no estaba preparado para acercarme tanto a mi padre. Christian lo comprendió, y lo aceptó.
La conversación murió bastante temprano aquella noche, cuando se me agotaron las fuerzas y la tensión del largo viaje se cobró por fin su precio. Christian me acompañó al piso superior y se quedó en la puerta de mi habitación, mirando mientras yo colocaba las sábanas y ponía en su sitio algunos objetos, recogiendo fragmentos de mi vida pasada, riendo, meneando la cabeza y tratando de evocar un último momento de cansada nostalgia.
-¿Te acuerdas de cuando acampamos en la haya? -pregunté, mientras observaba el gris de la rama y las hojas contra el descolorido cielo del anochecer.
-Sí -respondió Chris con una sonrisa-. Me acuerdo muy bien.
Pero la conversación denotaba mi cansancio, y Christian se dio cuenta.
-Que duermas bien, muchacho. Te veré por la mañana.
Si dormí algo fueron las primeras cuatro o cinco horas después de poner la cabeza sobre la almohada. Me desperté sobresaltado, despejado, cuando ya casi amanecía y el viento soplaba en el exterior.
Me quedé tumbado, mirando la ventana y preguntándome cómo era posible que mi cuerpo se sintiera tan despejado, tan alerta. Había ruido en el piso de abajo, y supuse que Christian estaba limpiando. Caminaba inquieto por la casa, tratando de acostumbrarse a la idea de mi presencia.
Las sábanas olían a alcanfor y a algodón viejo. La cama dejaba escapar chirridos metálicos cada vez que me movía y, cuando me estaba quieto, toda la habitación parecía temblar y vibrar, como si quisiera adaptarse a tener compañía por primera vez en tantos años. Me quede allí, tendido, durante lo que parecieron siglos, pero debí de dormirme otra vez antes de que amaneciera, porque de repente Christian estaba inclinado sobre mí, y me sacudía suavemente por el hombro.
Me sobresalté, otra vez despierto, y me apoyé sobre los codos para mirar a mi alrededor. Estaba amaneciendo.
-¿Qué pasa, Chris?
-Lo siento, Steve. No puedo evitarlo.
Hablaba en voz baja, como si hubiera alguien más en la casa, alguien que fuera a despertarse si alzábamos la voz. Bajo aquella luz escasa, parecía más demacrado que nunca, tenía los ojos entrecerrados..., de dolor o de ansiedad, me pareció.
-Tengo que marcharme unos días. No te faltará nada. Abajo he dejado una lista de instrucciones, dónde conseguir pan, huevos, todas esas cosas. Seguro que podrás usar mi cartilla de racionamiento hasta que llegue la tuya. No estaré fuera mucho tiempo, sólo unos días. Te lo prometo...
Se irguió y se dirigió hacia la puerta.
-Por Dios santo, Chris, ¿adonde vas?
-Adentro -fue todo lo que respondió, antes de que le oyera bajar pesadamente la escalera.
Me quedé inmóvil un momento, mientras trataba de aclarar mis ideas. Luego me levanté, me puse la bata y le seguí hasta la cocina. Ya había salido de la casa. Volví a la ventana del descansillo y le vi cruzar el patio, caminando rápidamente hacia el sendero sur. Llevaba un sombrero de ala ancha y un largo cayado negro.
También llevaba un macuto, incómodamente cargado al hombro.
-¿Adentro de dónde, Chris? -pregunté a la figura que se alejaba.
Seguí contemplándole largo rato, incluso después de que desapareciera de la vista.
-¿Qué está pasando, Chris? -pregunté a su dormitorio vacío, mientras vagaba inquieto por la casa.
Guiwenneth, decidí en mi sabiduría. Su pérdida, su marcha... ¡qué poco se puede deducir de la frase «se ha ido»! Y, a lo largo de nuestra charla de la noche anterior, no volvió a mencionar a su esposa. Yo había vuelto a Inglaterra esperando encontrar una pareja de jóvenes alegres, y en vez de eso, tropezaba con un hermano agotado, perturbado, que vivía a la sombra de la casa de la familia.
Por la tarde, ya estaba resignado a vivir en soledad una temporada, porque, dondequiera que hubiera ido Christian -y tenía una idea bastante aproximada- había dicho con toda claridad que estaría ausente algún tiempo. Había mucho trabajo pendiente en la casa y en el patio, y no imaginé mejor manera de pasar los días que tratando de reconstruir la personalidad de Refugio del Roble. Hice una lista de las reparaciones esenciales, y al día siguiente fui caminando hasta el pueblo más cercano para conseguir todos los materiales que pudiera, especialmente madera y pintura. Conseguí una cantidad razonable de ambas cosas.
Reanudé mi relación con la familia Ryhope y otras muchas de la zona con las que había tenido tratos en el pasado. También prescindí de los servicios de la cocinera por horas. Podía cuidarme perfectamente yo solo.
Y, por último, visité el cementerio. Una sola visita, breve y fría.
Al mes de agosto siguió septiembre. Al amanecer y al anochecer, el aire refrescaba. El paso del verano al otoño era mi época favorita del año, aunque estuviera relacionada con el regreso a la escuela tras unas largas vacaciones, un recuerdo nada agradable.
Pronto me acostumbré a estar solo en la casa y, aunque daba largos paseos alrededor del bosque, vigilando el camino y aguardando el regreso de Christian, al final de la primera semana dejé de preocuparme por él. Me había instalado cómodamente en la rutina diaria de reconstruir el patio, pintar las maderas exteriores de la casa, preparándolas para el azote del invierno, y cavando en el enorme jardín, tan descuidado.
Durante el anochecer de mi undécimo día en casa, esta rutina doméstica se vio turbada por una circunstancia tan peculiar que, después, no pude dormir pensando en ella.
Había estado en la ciudad de Hobbhurst durante casi toda la tarde, y tras una cena ligera, me senté para leer el periódico. Alrededor de las nueve, cuando empezaba a sentirme predispuesto para un paseo nocturno, me pareció oír a un perro, no ladrando, sino más bien aullando. Lo primero que pensé fue que Christian regresaba, y lo segundo, que por aquellos alrededores no había perros.
Salí al patio. Acababa de caer la noche. Todavía había algo de luz, pero el bosque de robles sólo se divisaba como una mancha borrosa verde grisácea. Llamé a Christian, sin obtener respuesta. Estaba a punto de volver para seguir leyendo el periódico, cuando un hombre salió del bosque y caminó rápidamente hacia mí. Atado con una correa corta de piel, llevaba al perro más grande que había visto en mi vida.
Se detuvo junto a la valla de nuestros terrenos privados, y el perro empezó a gruñir. Apoyó las patas delanteras en la valla, demostrando que era casi tan alto como su amo. Me puse nervioso, y repartí mi atención entre las fauces abiertas de la oscura bestia y el extraño hombre que la dominaba.
Me resultaba difícil distinguir sus rasgos, porque tenía la cara llena de dibujos negros, y los bigotes le caían más abajo de la barbilla. Tenía el pelo aplastado contra el cráneo, vestía una camisa oscura de lana y un chaquetón de cuero sin mangas, junto con una especie de pantalones a cuadros que le llegaban justo por debajo de las rodillas. Cuando cruzó cautelosamente la puerta de la valla, vi que calzaba unas sandalias de factura grosera. Llevaba un arco al hombro, y de su cinturón colgaba un puñado de flechas, atadas con una simple tira de piel. Tenía un cayado en la mano, igual que Christian.
Tras cruzar la verja, titubeó y me miró. El perro parecía tenso, se relamía y gruñía suavemente. Nunca había visto un perro como aquél, de pelo oscuro e hirsuto, con el morro puntiagudo de los alsacianos, y el cuerpo parecido al de un oso... aunque con patas largas y delgadas. Un animal preparado para la caza.
El hombre me habló, y por más que las palabras me resultaban familiares, no significaban nada. No sabía qué hacer, así que meneé la cabeza y dije que no comprendía. El hombre titubeó un segundó antes de repetir lo que había dicho, esta vez con tono claramente airado. Empezó a caminar hacia mí, tirando de la correa del perro para evitar que éste la tensara. Cada vez había menos luz, y cuanto más se me acercaba, más alto y gris parecía. El perro me miraba, hambriento.
-¿Qué quiere? -pregunté, tratando de que mi voz sonara firme, aunque lo que en realidad deseaba era echar a correr hacia la casa.
El hombre estaba a diez pasos de mí. Sé detuvo y habló otra vez, haciendo gestos como si comiera con la mano en que llevaba el cayado. Esta vez, le comprendí.
Asentí vigorosamente.
-Espere aquí -le dije.
Entré en la casa y busqué el trozo de cerdo frío que debía durarme cuatro días más. No era muy grande, pero me pareció el gesto más hospitalario que podía hacer. Cogí la carne, media hogaza de pan y una jarra de cerveza de botella, y lo saqué todo al patio. Ahora el desconocido estaba sentado en cuclillas, con el perro tendido junto a él, aunque me dio la impresión de que lo hacía de mala gana. Cuando fui a acercarme a ellos, el perro gruñó, y luego ladró de una manera que me hizo galopar el corazón. Casi dejé caer mis presentes. El hombre gritó al animal y me dijo algo a mí. Dejé la comida en el suelo y retrocedí unos pasos. La horrible pareja se acercó, y volvió a sentarse para comer.
Cuando el hombre cogió la carne, vi las cicatrices que cruzaban los enormes músculos de su brazo. También percibí su olor, un olor rancio y brutal, mezcla de sudor y orina y del fétido aroma de la carne putrefacta. Me sentí mareado, pero no me moví, y seguí mirando como el desconocido desgarraba el cerdo con los dientes y lo engullía sin apenas masticar. El perro me miraba.
Tras unos minutos, el hombre dejó de comer, me miró y, con sus ojos clavados en los míos, casi desafiándome a reaccionar, entregó el resto de la carne al perro. El animal dejó escapar un sonoro gruñido y se lanzó sobre ella. Masticó y engulló todo el trozo dé cerdo en menos de cuatro minutos, mientras el desconocido, cautelosamente -y, al parecer, sin demasiado agrado- bebía cerveza y devoraba un buen trozo de pan.
Por fin, el extraño banquete terminó. El hombre se puso en pie y dio un tirón a la correa del perro, que lamía ruidosamente el suelo. Dijo una palabra que, por intuición, reconocí como «Gracias». Estaba a punto de darse la vuelta, cuando el perro olfateó algo, dejó escapar primero un agudo aullido, y luego un ladrido estridente. Arrancó la correa de manos de su dueño, y echó a correr por el patio, en dirección a un punto situado entre los corrales del gallinero. Allí, olfateó y rascó el suelo hasta que su dueño le alcanzó, agarró la correa de cuero y le gritó furioso un buen rato. El perro fue con él, trotando en silencio, hacia la oscuridad más allá del patio. Corrieron a toda velocidad alrededor del bosque, hacia las granjas que rodeaban el pueblo de Grimiey, y eso fue lo último que vi de ellos.
Por la mañana, el lugar donde se habían sentado hombre y bestia seguía oliendo a rancio. Pasé rápidamente por allí y me dirigí hacia el bosque, al lugar por donde habían salido de entre los árboles mis extraños visitantes. Descubrí un rastro de pisadas y ramas rotas, y lo seguí durante unos metros hacia el interior, antes de detenerme y volver sobre mis pasos.
¿De dónde demonios habían salido? ¿Es que la guerra había tenido tales efectos en Inglaterra, que algunos hombres volvían a un estado salvaje, a usar el arco, las flechas y los perros de caza para sobrevivir?
Hasta el mediodía, no se me ocurrió investigar en el gallinero, el terreno que tan removido había quedado en sólo unos segundos de excavar. ¿Qué habría olfateado la bestia? De repente, se me heló el corazón. Me alejé corriendo de allí. Por el momento, no quería confirmar mis peores temores.
No puedo imaginar cómo lo supe: intuición, o quizá algo que mi subconsciente había detectado en las palabras y comportamiento de Christian la semana anterior, durante nuestro breve encuentro. En cualquier caso, a última hora de la tarde, tomé una pala, me dirigí al gallinero y, a los pocos minutos de excavar, mi intuición resultó ser cierta.
Necesité sentarme media hora junto a la puerta trasera de la casa para reunir el suficiente valor y descubrir por completo el cadáver de la mujer. Me costaba pensar, estaba algo mareado, pero sobre todo temblaba. Era un temblor de brazos y piernas, incontrolable, involuntario, y tan fuerte que apenas conseguí ponerme unos guantes. Pero, al fin, me arrodillé junto al agujero y quité el resto de la tierra que cubría el cadáver.
Christian la había enterrado a un metro de profundidad, boca abajo. Tenía el pelo largo, rojizo. Su cuerpo seguía envuelto en una extraña vestimenta verde, una especie de túnica estampada ajustada a los lados. Aunque ahora la tenía enrollada alrededor de la cintura, debió de llegarle hasta las pantorrillas. Había un cayado enterrado junto a ella. Volví la cabeza y contuve el aliento para no seguir respirando aquella intolerable putrefacción. Con un esfuerzo, le examiné el rostro.
Entonces, descubrí cómo había muerto:
Aún tenía la punta de la flecha y una parte del asta clavadas en un ojo. ¿Habría intentado Christian quitársela, consiguiendo sólo romperla? Lo que quedaba del asta bastó para mostrarme que tenía los mismos dibujos tallados que la que se encontraba en el estudio de mi padre.
Pobre Guiwenneth, pensé. Dejé caer el cadáver en el lugar de su descanso eterno, y volví a rellenar de tierra el agujero. Cuando entré otra vez en casa, estaba empapado en un sudor frío, y sabía que iba a vomitar.