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Bosque Mitago - Parte 2 - Los Cazadores del bosque - Capítulo 2

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La lluvia se abatió sobre la tierra, una ducha húmeda que parecía venir de un cielo demasiado brillante como para portar aquel diluvio. El campo se convirtió en un lodazal traicionero, que me entorpecía el camino de vuelta a Refugio del Roble. La lluvia me empapó el grueso jersey y los pantalones, y la sentí sobre la piel, fría, irritante. Me había tomado por sorpresa mientras bajaba paseando de la mansión tras trabajar unas horas en el jardín, a cambio de un trozo de carnero de sus reservas de carne salada.

Atravesé corriendo el jardín y lancé el pesado trozo de carne dentro de la cocina. Todavía bajo la lluvia, me quité el empapado jersey. El aire estaba impregnado del olor a tierra y a bosque, y cuando estaba allí, colgando la ropa mojada, la tormenta pasó, y el cielo se aclaró ligeramente.

El sol apareció entre las nubes y, durante unos segundos, una ola cálida me animó a pensar que los últimos días de abril dejaban paso a los primeros de mayo, y que los inicios del verano estaban a la vuelta de la esquina.

Entonces vi la matanza junto al gallinero, y un escalofrío de aprensión me hizo correr hacia la puerta de la cocina...

Una puerta que antes había dejado cerrada, de eso estaba seguro. Una puerta que alguien había abierto mientras yo huía de la lluvia.

Dejé el jersey y caminé cautelosamente hacia el gallinero. Allí encontré las cabezas de dos gallinas, con los cuellos todavía sangrantes, separadas de los cuerpos por un tajo de cuchillo. En el suelo, que la lluvia había reblandecido, encontré huellas de pequeños pies humanos.

En cuanto entré en la casa, supe que había tenido un visitante durante mi ausencia. Los cajones de la mesa de la cocina estaban abiertos, así como los armarios; las jarras y latas de alimentos  en conserva estaban por el  suelo, algunas abiertas y medio vacías. Recorrí la casa, y observé que las huellas de barro pasaban por la sala de estar, por el estudio, que subían por la escalera y entraban en varios dormitorios.

En mi habitación, las huellas, un vago perfil de dedos y talones, se detenían junto a la ventana. Alguien había movido mis fotografías, las de Christian y las de mi padre, que tenía sobre la cómoda. Cuando examiné a la luz las fotografías enmarcadas, advertí la huella de unos dedos sobre el cristal.

Tanto las huellas de los dedos como las de los pies eran pequeñas, pero no infantiles. Supongo que, incluso entonces, ya sabía quién era mi visitante misterioso, y por eso no sentí tanta aprensión como curiosidad.

Hacía pocos minutos que ella había estado allí. No había sangre en la casa, prueba evidente de que se había llevado el botín de su incursión. Pero, al acercarme por el campo, no había oído ningún ruido extraño. Entonces, todo había sucedido hacía cinco minutos, ni más ni menos. La chica se había acercado a la casa, oculta por la lluvia, para examinarlo y curiosearlo todo con una minuciosidad admirable, y luego volvió rápidamente al bosque, no sin detenerse antes para arrancar la cabeza a dos de mis preciosas gallinas. Caí en la cuenta de que, probablemente, en aquel mismo momento me observaba desde el lindero del bosque.

Me puse una camisa y unos pantalones limpios, y salí al jardín para observar la densa maleza y los escondrijos sombríos por los que discurrían los senderos del bosque. No vi nada.
 
Entonces, decidí que tendría que hacerme a la idea de volver al bosque.

El día siguiente amaneció más luminoso, y considerablemente más seco, así que cogí la lanza, un cuchillo de cocina y un impermeable y me encaminé cautelosamente hacia el interior del bosque, hasta el claro donde había plantado mi campamento unos meses antes. Para mi sorpresa, apenas quedaban rastros de aquel campamento. La tienda de lona había desaparecido, y alguien se había llevado las latas y los botes. Al examinar cuidadosamente el terreno, sólo encontré un mástil de la tienda, doblado y retorcido. Hasta el mismo claro había cambiado: estaba lleno de retoños de roble. Ninguno alcanzaba el metro de altura, y se aglomeraban en aquel espacio, demasiados para sobrevivir, pero demasiado altos para haber crecido en el transcurso de unos pocos meses...

¡Y meses de invierno, por añadidura!

Tiré de uno de los arbolitos y descubrí que estaba profundamente enraizado. Me despellejé la mano y rompí la tierna corteza antes de que la planta deshiciera su firme abrazo con la tierra.

No volvió aquel día, ni al siguiente, pero a partir de entonces fui cada vez más consciente de que, por las  noches, tenía visita. La comida desaparecía  de la despensa. Los objetos, sobre todo los cacharros de cocina, cambiaban de lugar. Además, algunas mañanas, flotaba un extraño olor en la casa, un olor que no era de tierra, ni de mujer, sino -si pueden imaginar la extraña combinación- de una mezcla de ambas cosas. Donde más lo notaba era en el vestíbulo, y solía pasar allí largos minutos, dejando que mi olfato se inundara con aquel aroma particularmente erótico. También solía encontrar barro y rastros de hojas en el suelo y en la escalera de la casa. Mí visitante era cada vez más osada. Imaginé que, mientras yo dormía, se quedaba en la puerta del dormitorio, y me miraba. Por extraño que parezca, la idea no me causaba aprensión.

Puse la alarma del reloj para despertarme a medianoche, pero sólo conseguí dormir mal y levantarme de un humor espantoso. La primera vez que sonó el despertador, descubrí que mi visitante ya había pasado, porque el fuerte olor a mujer y a bosque inundaba la casa, excitándome de una manera que casi me avergüenza reconocer. En la segunda ocasión, ella no me visitó. La casa estaba en silencio. Eran las tres de la madrugada, y sólo olía a lluvia. Y a cebollas, parte de mi cena.

Pero, en aquella ocasión, me alegré de haber puesto el despertador tan temprano: aunque mi ninfa del bosque no estaba a la vista, tenía otras visitas. En cuanto me incorporé en la cama, oí el ruido de las gallinas, nerviosas. Inmediatamente, corrí escalera abajo, hacia la puerta trasera, y sostuve en alto la lámpara de aceite. Tuve tiempo de ver un instante dos figuras de hombres, altos y robustos, antes de que el cristal de la lámpara saltara en pedazos y la llama se extinguiera. Al pensar en aquel incidente, recuerdo el silbido en el aire cuando lanzaron la piedra, con una puntería casi increíble.

En la oscuridad, observé a los dos hombres, y ellos me devolvieron la mirada. Uno tenía la cara pintada de blanco, y parecía ir desnudo. El otro llevaba unos pantalones anchos y una capa corta. Tenía el pelo largo y rizado, pero quizá sólo imaginé ese detalle. Cada uno llevaba un pollo vivo, agarrado por el cuello para ahogar los gritos del animal. Mientras les miraba, retorcieron la cabeza a los pollos, echaron a andar hacia la valla y se alejaron en la noche. Justo antes de perderse en la oscuridad, el de los pantalones anchos se volvió hacia mí y me saludó.

Me quedé despierto hasta el amanecer, sentado en la cocina, mordisqueando un trozo de pan y tomando dos tazas de té que, en realidad, no me apetecían. En cuanto amaneció, me vestí por completo y bajé a investigar el gallinero. Ahora sólo quedaban dos animales, que paseaban irritados por la arena llena de grano, y cloqueaban, casi resentidos.

-Haré lo que pueda -les dije-, pero tengo la sensación de que sufriréis el mismo destino.

Las gallinas se alejaron de mí, quizá pidiendo que les dejara disfrutar su última comida en paz.

Un brote de roble, de diez centímetros de altura, crecía en medio del gallinero. Sorprendido y fascinado, lo arranqué. Me intrigaba el modo en que la misma naturaleza parecía infiltrarse en mis territorios, que tan celosamente guardaba. Alerta ante todo lo que brotaba del suelo, examiné los alrededores.

Los retoños de roble crecían por todo el jardín contiguo al estudio, incluso en el campo de cardos que conectaba esa zona con el bosque. Había más de un centenar de brotes, ninguno de los cuales alcanzaba los quince centímetros de altura, dispersos por el jardincillo que iba del balcón del estudio hasta la verja. Salté la valla y vi que aquel campo, descuidado desde hacía muchos años, estaba ahora cubierto de brotes. Eran más altos cuanto más cerca del bosque crecían, tenían casi mi altura. Calculé la anchura y extensión que ocupaban, y comprendí con un escalofrío que una especie de tentáculo del bosque, de doce o quince metros de altura, se tendía hacia la casa, hacia la polvorienta biblioteca.

Comencé a verlo como un pseudópodo de bosque que intentaba arrastrar la casa hacia el aura del bloque principal. No sabía si dejar allí los robles, o arrancarlos. Pero, cuando me agaché para aplastar uno, la actividad premitago en mi visión periférica se agitó, casi furiosa. Decidí dejar que siguieran con su extraño crecimiento. Llegaban hasta la misma casa, pero podría destruirlos cuando fueran demasiado grandes, aunque crecieran a una velocidad anormal.

La casa estaba encantada. La sola idea me fascinaba, aunque escalofríos de miedo me recorrieran la columna vertebral. Pero no era un terror auténtico, sino la misma sensación de miedo e inquietud que se tiene al ver una película de Boris Karloff, o al escuchar un relato de fantasmas por la radio. Pensé que yo mismo me había convertido en parte del hechizo que tenía lugar en Refugio del Roble, y que, por tanto, mi respuesta a los signos y manifestaciones de presencia espectral no era normal.

O quizá fuera algo aún más sencillo: quería a la chica. A la chica. La chica del bosque que había obsesionado a mi hermano y que yo sabía visitaba de nuevo Refugio del Roble, en su nueva vida. Quizá gran parte de lo que sucedió tuvo su raíz en mí desesperada necesidad de amor, de encontrar en aquella criatura del bosque lo mismo que había encontrado Christian. Yo tenía veintipocos años, y a excepción de un asunto con una chica del pueblo francés donde había vivido tras la guerra, una relación físicamente excitante, pero intelectualmente vacía, no tenía ninguna experiencia en el amor, en esa comunión de cuerpo, mente y alma que la gente llama amor. Christian lo había encontrado, y lo había perdido. Aislado en Refugio del Roble, a kilómetros de ninguna parte, no es de extrañar que la idea del regreso de Guiwenneth empezara a obsesionarme.

Y, con el tiempo, regresó como algo más que un aroma pasajero, que unas huellas húmedas en el suelo. Llegó en carne y hueso. Yo ya no le inspiraba miedo, sino curiosidad. Igual que ella a mí.

Estaba acuclillada junto a mi cama. La luz de la luna le arrancaba destellos del pelo. Apartó la mirada de mí, creo que nerviosa, y la misma luz se le reflejó en los ojos. Sólo obtuve una ligera impresión de ella, y cuando se irguió en toda su altura, no pude ver más que una forma esbelta envuelta en una amplia túnica. Llevaba una lanza, y apoyaba contra mi garganta la fría hoja de metal. Tenía los bordes afilados y, cada vez que me movía, la apretaba para arañarme la piel del cuello. Era un encuentro doloroso, y yo no pensaba permitir que resultara fatal.

Así que me quedé allí, quieto, durante las horas posteriores a la medianoche, y escuché su respiración. Parecía un poco nerviosa... Estaba  allí  porque...  ¿qué puedo decir? Porque buscaba algo. Es la única explicación que se me ocurre. Me buscaba a mí, o algo relativo a mí. De la misma manera que yo la buscaba a ella.

Tenía un olor penetrante, la clase de olor que he llegado a asociar con la vida en los bosques y en lugares remotos de tierras yermas, con una vida en la que el aseo habitual es un lujo, y en la que a uno se le identifica por su olor tanto como en nuestro siglo se le identifica por su ropa.

Tenía un olor... terrenal. Sí. Y también a sus propias secreciones: olor a sexo, penetrante, no desagradable; y a sudor, salado, acre. Cuando se acercó y se inclinó para mirarme, me dio la impresión de que tenía el pelo rojo y los ojos brillantes, salvajes. Me dijo algo así como «Ymma m'ch buth?». 

Repitió las palabras varias veces.

-No comprendo -respondí.

-Cefrachas. Ichna which chfathab. Mich ch'athaben!

-No comprendo.

-Mich ch'athaben! Cefrachas!

-Mira, me gustaría entenderte, pero no puedo. La hoja me presionó más el cuello. Me aparté ligeramente y alcé una mano muy despacio hacia el frío metal. Poco a poco, aparté el arma, sonriente, esperando que, pese a la oscuridad, pudiera ver mi servilismo.

Ella dejó escapar un sonido de frustración o desesperación, no estoy muy seguro. Su ropa era de factura grosera. Aproveché la breve oportunidad para tocarle la túnica, y advertí que el tejido era rudo, como tela de saco, y que olía a cuero. Su presencia era poderosa, imponente. Pero su aliento sobre mi cara era dulce y ligeramente... estimulante.

-Mich ch'athaben! -repitió, esta vez casi sin esperanzas.

-Mich Steven -respondí, preguntándome si estaría en el camino correcto. Pero ella se quedó en silencio.

-¡Steven! -repetí, mientras me señalaba el pecho-, Mich Steven.

-Ch'athaben -insistió ella.

Y me arañó profundamente la piel con el arma.

-Hay comida en la despensa -ofrecí-. Ch'athaben. Abajen. Escaleren.

-Cumchirioch -respondió, furiosa. Me sentí insultado.

-Oye, hago lo que puedo. ¿Tienes que seguir clavándome esa lanza?

Brusca, inesperadamente, me agarró por el pelo, me echó la cabeza hacia atrás y observó mi rostro.

Un momento más tarde, había desaparecido silenciosamente, escalera abajo. Aunque la seguí tan de prisa como pude, parecía tener alas en los pies, y las sombras de la noche la devoraron. Me quedé en la puerta trasera, buscándola, pero no vi ni rastro de ella.

-¡Guiwenneth! -grité a la oscuridad.

¿O quizá no se conocería a sí misma por aquel nombre? ¡Quizá sólo era el nombre que le había dado Christian! Repetí la llamada, cambiando cada vez la sílaba de énfasis.

-¡Gwmneth! ¡Gwmeth! ¡Vuelve, Guiwenneth! ¡Vuelve!

En el silencio de las primeras horas de la madrugada, mi voz regresó clara, hueca, reflejada por las sombras del bosque. Un movimiento entre los matorrales de espinos cortó mi grito a media frase.
 
La escasa luz de la luna me impedía ver bien quién había allí, pero seguro que se trataba de Guiwenneth. Estaba allí, quieta, mirándome. Supuse que la intrigaba que le llamara por su nombre.

-Guiwenneth- exclamó suavemente. Era un sonido más sibilante, más gutural, con una pronunciación parecida a chwin aiv.

Alcé la mano en gesto de despedida.

-Entonces, buenas noches, Chwin aiv.

-Inos'c da... Stivven...

Las sombras del bosque la reclamaron de nuevo, y esta vez, no reapareció.

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