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Bosque Mítago Parte 2 - Los Cazadores del Bosque - Capítulo 1

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Una mañana, a principios de la primavera, encontré un montón de liebres colgadas de uno de los ganchos de la cocina. Bajo ellas, garabateada con la pintura amarilla que había utilizado para la valla, había una letra «C». El regalo se repitió unas dos semanas más tarde. Después, nada. Y pasaron los meses.

Yo no había vuelto al bosque.

Durante el largo invierno, había leído mil veces el diario de mi padre. Me adentré en el misterio de su vida tanto como él se había adentrado en el misterio de su propio enlace inconsciente con el bosque primitivo. En las erráticas anotaciones encontré abundantes referencias a su sensación de peligro, a lo que, en  una ocasión, llamó «idea mitológica del ego», la influencia de la mente del creador. Él pensaba que podía afectar a la forma y comportamiento de  los  mitagos. Entonces, había sido consciente del peligro. Me pregunté si Christian habría comprendido plenamente esta sutilidad de los procesos que tenían lugar en el bosque. De la oscuridad del dolor que anidaba en la mente de mi padre había surgido una sola hebra para dar forma a la chica de la túnica verde, condenándola quedar indefensa en un bosque agresivo. Si la chica tenía que surgir de nuevo sería la mente de Christian la que la controlase, y Christian no tenía tales prejuicios sobre las capacidades y debilidades dé una  mujer.

El encuentro sería diferente.

El libro de notas me asombraba y me entristecía a la vez. Había muchas anotaciones que se referían a los años anteriores a la guerra, a nuestra familia, a Chris y sobre todo a mí: era como si mi padre nos  hubiera mirado constantemente, como si ésa fuera su manera de relacionarse con nosotros, de estar cerca de nosotros. Pero, mientras nos miraba, siempre pareció distante, frío. Yo había pensado que ni siquiera me veía. Creí que, para él, era una simple molestia, un insecto pesado que espantaba de un manotazo, sin apenas verlo. Y ahora descubría que siempre me había observado, que anotaba todos mis juegos, mis paseos cerca y alrededor del bosque, y los efectos de éste sobre mí.

Un incidente, reseñado breve, rápidamente, me recordó un largo día de verano, cuando tenía nueve o diez años. En él, desempeñaba un papel importante un barco de madera, que Chris había tallado de un trozo de haya, para que yo lo pintara. El barco, el riachuelo que llamábamos Arroyo Arisco, y un revuelto pasaje a través del bosque bajo el jardín. Diversión inocente, infantil, y mi padre no había dejado de observarnos ni un momento, una sombra oscura en la ventana de su estudio.

El día comenzó bien: un amanecer fresco, luminoso. Desperté viendo a Chris en las ramas de la haya, cerca de las ventanas de mi cuarto. Trepé desde la ventana, en pijama, y los dos nos sentamos allí, en nuestro campamento secreto, contemplando a lo lejos las actividades del granjero  que trabajaba  las tierras  de los alrededores. En otro punto de la casa había movimiento, e imaginé que la señora de la limpieza había llegado pronto para aprovechar el hermoso día de verano.

Chris tenía el trozo de madera, y ya había dado forma al casco del pequeño bote. Discutimos los planes para pasar un día épico junto al río, y volvimos a entrar en casa para vestirnos, devorar el desayuno recién preparado por la somnolienta figura de nuestra madre, y salir otra vez al cobertizo, donde pronto conseguimos tallar un mástil y colocarlo sobre el casco. Lo pinté de rojo y tracé nuestras iniciales a cada lado del mástil. Una vela de papel, unos cuantos aparejos, y el gran navío  estuvo preparado.

Salimos corriendo del patio y bordeamos el denso bosque silencioso, hasta encontrar el arroyo donde tendría lugar la botadura del navío.

Recuerdo que corrían los últimos días de julio, cálidos y tranquilos. El riachuelo llevaba poca agua, y las orillas estaban agrietadas y secas, llenas de excrementos de oveja. El agua era algo verdosa, ya que en las piedras y el lodo del fondo crecían multitud de algas. Pero la corriente era fuerte, constante. El  arroyo cruzaba los campos cultivados, entre los árboles bañados por el sol, para luego adentrarse entre la maleza más espesa y pasar bajo la puerta de la verja en ruinas. La verja estaba llena de hierbajos, zarzales y arbustos. La había puesto Alphonse Jeffries para evitar que los «golfillos», como Christian y yo, vagabundeáramos junto a las aguas más profundas de la alberca, donde el arroyo se hacía más ancho, y sus aguas más revueltas.

Pero la verja estaba podrida, y había un buen agujero bajo ella, por donde el barco de nuestros sueños podía pasar con toda  facilidad.

Chris puso la maqueta en el agua con gran  ceremonia.

-¡Que Dios acompañe a todos los que viajen en ti! -dijo solemnemente.

-¡Que vuelvas sano y salvo de tu aventura, Viajero! -añadí yo.

Lo de Viajero nos parecía un nombre suficientemente dramático. Lo habíamos sacado de nuestra historieta favorita.

Chris soltó el barquito. Se tambaleó y giró mientras se alejaba de nosotros. No parecía muy cómodo en el agua. Me disgustó bastante que el bote no navegara como los de verdad, que se inclinara ligeramente hacia un lado, que subiera y bajara con cada diminuta ola. Pero era emocionante ver alejarse el pequeño barco, en dirección al bosque. Y al final, antes de desaparecer bajo la verja, sí pareció navegar de verdad en el océano. Dio la impresión  de que el mástil se encogía para atravesar el obstáculo, y ya no lo vimos más.

Entonces empezaba lo divertido. Corrimos jadeantes alrededor del bosque. Era un buen trayecto a través de un sembradío privado, lleno de altas espigas de maíz, y luego por las vías del tren y por un campo donde pastaban las vacas. En uno de los rincones había un toro. Alzó la cabeza para mirarnos, y bufó, pero pareció conformarse con  eso.

Tras pasar por la granja, junto a los animales, llegamos al extremo norte del bosque de robles. Por allí resurgía el Arroyo Arisco, una corriente más amplia y menos profunda.

Nos sentamos y esperamos a que llegara nuestra nave para darle la bienvenida. En mi imaginación, durante aquella larga tarde en la que jugamos bajo el sol y escudriñamos la oscuridad del bosque en busca de cualquier señal  de nuestro barco, la pequeña nave se encontraba con toda clase de animales extraños, de torbellinos y rápidos. Casi podía verla luchando valientemente contra mares tormentosos, perseguida por nutrias y ratas de agua que se lanzaban sobre su borda.  Lo  más  importante  fueron  las  imágenes  mentales  de  aquel  viaje,  los sueños que inspiró la hazaña del pequeño bote.

¡Cómo habríamos disfrutado de verlo aparecer por el Arroyo Arisco! ¡Cuánto habríamos discutido sobre su rumbo, su viaje, sus aventuras!

Pero el barquito no apareció. Tuvimos que enfrentarnos a la dura realidad de que, en algún punto de aquel bosque, oscuro y denso, la maqueta se había quedado enganchada entre unas ramas. Encallada, se quedaría donde estuviera hasta pudrirse, hasta volver de nuevo a la  tierra.

Disgustados, volvimos a casa al anochecer. Las vacaciones veraniegas habían empezado con un desastre, pero pronto olvidamos el  barco.

Entonces, seis semanas después, poco antes del largo viaje en coche y en tren que nos llevaría de vuelta al colegio, Christian y yo volvimos a la parte norte del bosque, esta vez paseando con los dos perros ojeadores de nuestra tía. La tía Edie era un auténtico castigo, y agradecíamos cualquier oportunidad para salir de la casa cuando estaba ella, incluso en un día tan encapotado y húmedo como aquel viernes de septiembre.

Llegamos junto al Arroyo Arisco y allí, para nuestra sorpresa y alegría, estaba el Viajero, tambaleándose y girando en la corriente. El arroyo estaba muy crecido tras las lluvias de finales de agosto. La nave remontó las olas con gallardía, siempre enderezándose, a punto ya de perderse en la  distancia.

Corrimos por la orilla del riachuelo, mientras los perros ladraban con todas sus fuerzas, encantados por la repentina carrera. Al final, Christian ganó terreno al barquito, y sacó del agua nuestra pequeña  maqueta.

Le sacudió el agua y lo alzó, con el rostro brillante de alegría. Sudoroso, llegué junto a él y le quité la maqueta. La vela estaba intacta, las iniciales seguían allí. El pequeño objeto de nuestros sueños estaba exactamente igual que el día en que lo botamos.

-Supongo que se quedó encallado, y que volvió a navegar cuando subió el agua- comentó Christian.

¿Qué otra explicación teníamos?

Pero, aquella misma noche, mi padre escribió lo siguiente en su  diario:

Incluso en las zonas más periféricas del bosque, el tiempo se distorsiona en gran manera. Es lo que sospechaba. El aura producida por el bosque primario tiene un pronunciado efecto sobre la naturaleza de las dimensiones. En cierto modo, los chicos han llevado a cabo el experimento por mí,  soltando  su barquito de juguete en un arroyo que corre -o eso se cree- por la parte exterior del bosque. Ha tardado seis semanas en atravesar la zona exterior.  Una distancia que, en términos reales, no es de más de kilómetro y medio. ¡Seis semanas! Más al centro del bosque, si la expansión de tiempo y espacio se incrementa progresivamente -es lo que sospecha Wynne-Jones-, ¿quién puede imaginar los extraños paisajes que hay  allí?
Durante el resto del largo y húmedo invierno que siguió a la desaparición de Christian, frecuenté cada vez más a menudo la oscura habitación polvorienta de la parte trasera de la casa: el estudio de mi padre. Encontraba un extraño consuelo entre los libros y especímenes. Me sentaba durante largas horas junto a su escritorio, sin leer, sin siquiera pensar, con la mirada fija en algún punto cercano, como si esperase algo. Me daba cuenta con toda claridad de que mi comportamiento resultaba bastante peculiar, y salía de aquellos ensueños casi enfadado.

Siempre había cartas que escribir, sobre todo de tipo económico, ya que el dinero del que vivía se acercaba rápidamente a una suma incapaz de garantizarme más de unos meses de reclusión e inactividad. Pero me resultaba difícil concentrarme en asuntos tan vulgares mientras pasaban las semanas. Chris seguía sin aparecer, y el viento y la lluvia soplaban como seres vivos contra los cristales de los balcones, casi llamándome para que me reuniera con mi hermano.

Tenía demasiado miedo. Aunque sabía que la bestia me había rechazado otra vez, que había preferido seguir a Christian a las profundidades del Bosque Ryhope, no podía enfrentarme a la idea de repetir el enfrentamiento. Conseguí volver a casa, exhausto y angustiado, y ahora lo único que podía hacer era caminar por las afueras del bosque, llamando a Christian, esperando, siempre esperando, que apareciera otra vez de repente.

¿Cuánto tiempo pasé allí de pie, mirando la parte del bosque que se divisaba desde el balcón? ¿Horas? ¿Días? Tal vez fueran semanas. Los niños, los habitantes del pueblo, los peones de las granjas..., siempre se veía a alguien, figuras trabajando los campos o rodeando los árboles, atravesando la hacienda. Cada vez que veía una forma humana, el corazón me saltaba en el pecho, sólo para ver mis esperanzas frustradas minutos más tarde.

Refugio del Roble era húmedo, y a humedad olía, pero no se encontraba en un estado más lamentable que su inquieto ocupante.

Examiné cada centímetro del estudio. Pronto conseguí acumular una extraña colección de objetos que, años antes, no me habrían interesado en absoluto. Puntas de flechas y lanzas, tanto de bronce como de piedra, y también collares, algunos de ellos hechos con grandes colmillos. Descubrí que dos instrumentos de hueso -astas largas y delgadas, con múltiples dibujos- servían para dar velocidad a las lanzas. El objeto más bello era un caballito de marfil, muy estilizado, con un cuerpo extrañamente grueso y patas finas, pero talladas con una maestría exquisita. El agujero que le atravesaba el cuello indicaba que su función era servir de colgante. En los flancos del caballo, grabadas con claridad inconfundible, había dos figuras humanas in copulo.

Aquel objeto me hizo revisar de nuevo una breve referencia en el diario:

El Sepulcro del Caballo sigue desierto. Supongo que es lo mejor. El shamán ha vuelto a las tierras centrales, más allá del fuego del que hablaba. Me dejó un regalo. El fuego me intriga. ¿Por qué le tenía tanto miedo? ¿Qué hay más  allá?

Por fin descubrí el equipo de «puente frontal» que había utilizado mi padre. Christian lo había destruido todo lo posible: rompió la extraña máscara y dobló y deformó varios instrumentos eléctricos. Era una labor cruel, apenas pude creer que mi hermano lo hubiera hecho, pero me pareció entender la razón. Christian estaba celoso de cualquier posible intromisión en la realidad donde buscaba a Guiwenneth, y no quería que nadie más experimentase con la generación de mitagos. Cerré el armario donde estaban los restos de la máquina.

Para animarme y librarme en parte de aquella obsesión, reinicié mi relación con los Ryhope, que vivían en la gran casa. Parecieron encantados de contar con mi compañía..., si exceptuamos a las dos hijas adolescentes, chicas engreídas y afectadas que me consideraban muy inferior a ellas. Pero el capitán Ryhope, cuya familia había ocupado aquellas tierras durante muchas generaciones, me regaló pollos con los que repoblar mis gallineros, mantequilla de su propia granja y, lo mejor de todo, muchas botellas de vino.

Creo que era su manera de demostrar comprensión por lo que a él debían de parecerle una sucesión de tragedias en mi vida.

El capitán no sabía nada sobre el bosque, ni siquiera que la mayor parte seguía virgen. Solían talar en la parte sur cuando necesitaban leña para la chimenea y madera para la granja. Pero la última referencia que pudo encontrar en los anales de su familia sobre intentos de explotar el bosque, era una breve alusión datada en 1722:

El bosque no es seguro. La parte que hay entre Cavas Bajas y los Desmochados, y que se entiende hasta el Campo de la Acequia, es pantanosa y la frecuentan extraños pueblerinos que conocen muy bien el bosque y la manera de sobrevivir en él. Echarlos a todos sería muy costoso, así que he dado orden de vallar este lugar y talar los árboles del sur y el sudoeste. Se han instalado trampas.

Durante dos siglos más, la familia siguió ignorando aquella inmensa extensión de bosques salvajes. Era un hecho que me resultaba difícil de creer y comprender..., pero, incluso hoy en día, el capitán Ryhope apenas se fijaba en la zona boscosa que interrumpía los campos, tan extrañamente  bautizados.

Era simplemente «el bosque», y la gente lo bordeaba, o usaba los senderos que recorrían la periferia, pero nadie pensaba en adentrarse en él. Era «el bosque». Siempre había estado ahí. Era un hecho de la vida. Y la vida seguía a su  alrededor.

Me enseñó una anotación hallada en los libros de la casa, fechada en 1536, o quizá 37, no se distinguía bien. Fue antes de los tiempos de su familia, y si me mostró el fragmento fue más por orgullo de la alusión al rey Enrique VIII que por su referencia a las extrañas cualidades del Bosque  Ryhope:

Al rey le complació cazar en los bosques, con cuatro miembros de su  séquito y dos damas. Se llevaron cuatro halcones. El rey expresó su admiración ante lo peligroso de la caza, y cabalgó con la necesaria cautela por el bosque. Volvió a la mansión al anochecer. El rey en persona había matado un venado. El rey habló de fantasmas, y habló largo rato sobre cómo Robín Hood le persiguió por los claros más profundos del bosque, además de dispararle una flecha. Ha prometido volver a cazar en la hacienda la temporada que viene.

Poco después de Navidad, mientras preparaba algo de comer en la cocina, detecté un movimiento a mi lado. Fue una auténtica conmoción, un momento de pánico que me hizo saltar. La adrenalina me hacía galopar el  corazón.

En la cocina no había nadie. Pero el movimiento continuó,  una  sombra titubeante que atisbaba por el rabillo del ojo. Crucé la casa corriendo y entré en el estudio. Me senté tras el escritorio y apoyé las manos sobre la superficie de madera barnizada, mientras  jadeaba.

El movimiento cesó.

Pero era una presencia creciente a la que tenía que enfrentarme. Mi propia mente estaba interactuando ya con el aura del bosque, y los primeros premitagos se formaban en mi visión periférica. Eran formas confusas, inquietas, que parecían tratar de llamarme la atención.

Mi padre necesitó el «puente frontal», la extraña máquina que parecía salida de Frankenstein,  para  que  su  mente  vieja  generase  aquellas  presencias míticas «almacenadas» en su subconsciente racial. Su diario, las anotaciones sobre los experimentos con Wynne-Jones, y también Chris, me habían dicho que una mente más joven podría interactuar con el bosque más fácil y rápidamente de lo que mi padre había creído posible.

El estudio era un buen lugar en el que refugiarme de esas formas llamativas, aterradoras. El bosque sólo había tendido sus oscuros tentáculos psíquicos hasta las habitaciones más cercanas de la casa, la cocina y el comedor. Alejarse de aquella zona, cruzar el descansillo y el corredor que llevaba al estudio de mi padre, era como librarse de aquellos movimientos insistentes.

Con el tiempo, en cuestión de semanas, las imágenes de mi subconsciente que se iban materializando, poco a poco, me asustaron cada vez menos. Se convirtieron en una parte de mi vida, algo molesta, pero no amenazadora. No volví a acercarme al bosque. Creía que, así, dejaría de generar mitagos que luego se materializaran para molestarme. Pasé mucho tiempo en el  pueblo  más cercano, y aproveché todas las ocasiones posibles para viajar a Londres y visitar a mis amigos. No quise establecer contacto con la familia del amigo de mi padre, Edward Wynne-Jones, aunque cada vez me resultaba más necesario encontrar a aquel hombre para hablar con él sobre sus  descubrimientos.

Supongo que estaba actuando como un cobarde. Pero, al verlo con cierta perspectiva, me atrevo a atribuirlo más bien a mi intranquilidad ante la falta  de datos sobre lo que estaba haciendo Christian. Mi hermano podía volver en cualquier momento. Al no saber a ciencia cierta si estaba muerto, o sólo extraviado, me veía impelido a no hacer ningún  movimiento.

Estaba estancado. El flujo del tiempo a través de la casa, la interminable rutina de comer, asearme, leer, pero sin dirección, sin objetivo.

Los regalos de mi hermano -las liebres y las iniciales- me hicieron  reaccionar con algo muy parecido al pánico. A principios de la primavera, me aventuré por primera vez hasta los alrededores del bosque, para llamar a  Christian.

Y poco después de esta interrupción en la rutina, quizá a mediados de marzo, tuvo lugar la primera de las dos visitas procedentes del bosque que iban a afectarme tan profundamente durante los meses siguientes. De esas dos emergencias, la segunda fue la que tendría una importancia más inmediata; pero el significado de la primera sería cada vez más evidente... No obstante, en aquel frío anochecer desapacible de marzo, fue una presencia enigmática que pasó por mi vida como un aliento frío, un encuentro momentáneo.

Había pasado el día en Gloucester, visitando el banco  donde todavía controlaban los asuntos de mi padre. Fueron unas horas frustrantes; todo estaba a nombre de Christian, y no tenía pruebas de que mi hermano hubiera aceptado cederme el control de las cuestiones económicas. Mi apelación a que Christian estaba perdido en unos bosques lejanos fue escuchada con simpatía, pero con poquísima comprensión. Se seguían pagando las cuentas de siempre,  desde luego. Pero mis disponibilidades económicas mermaban rápidamente y, sin un cierto acceso a la cuenta de mi padre, me vería obligado a trabajar. Cuando llegué, estaba ansioso por conseguir un empleo honrado. Ahora, distraído y obsesionado con el pasado, sólo quería que me dejaran gobernar mi propia vida.

El autobús iba con retraso, y el viaje de vuelta a casa atravesando los campos de Herefordshire era lento. Una y otra vez nos veíamos detenidos por el ganado que cruzaba las carreteras. Estaba a punto de anochecer cuando recorrí en bicicleta los últimos kilómetros que separaban la estación de autobuses de Refugio del Roble.

Hacía frío en la casa. Me puse un mono sin mangas y me dediqué a preparar la chimenea, quitando las cenizas del día anterior. El aliento se me helaba en el aire, y tiritaba violentamente... y, en ese momento, comprendí que un frío tan intenso no era natural. La habitación estaba vacía. Al otro lado de las ventanas, cubiertas con cortinas de encaje, los jardines delanteros eran una mancha marrón y verde, los últimos restos visibles antes de que cayera la noche. Encendí la luz, me froté los brazos y recorrí rápidamente toda la casa.

No había la menor duda. Aquel frío no era normal. A ambos lados de la casa, en la parte interior de las ventanas, empezaba a formarse hielo. Lo barrí con la mano y miré por el hueco a través del patio posterior. Hacia el bosque.

Allí había movimiento, una leve vibración, tan tenue e intangible como los movimientos tililantes de los premitagos que, aunque poblaban mi visión periférica, habían dejado de preocuparme. Observé aquel lejano movimiento, que  se deslizaba entre los árboles y matorrales del bosque, y que parecía proyectar una sombra móvil sobre el campo cubierto de cardos que separaba los árboles del jardín.

Allí había algo, algo invisible. Algo que me miraba y se acercaba lentamente a la casa. Sin saber qué hacer, aterrado ante la sola idea de que el Urscumug hubiera vuelto al lindero del bosque para buscarme, cogí la pesada lanza que había fabricado durante las largas semanas de diciembre. Era una defensa primitiva y burda, pero, en cierto modo, más satisfactoria de lo que habría sido una pistola. Pensaba que, contra lo primitivo, no se podía usar más que un arma  primitiva.

Al bajar la escalera, noté una bocanada de aire cálido en mis mejillas heladas, como la rápida respiración de un ser que pasara junto a mí. Una sombra pareció pender sobre mi cabeza, pero desapareció rápidamente.

En el estudio de mi padre, el aura de inquietud desapareció, quizá por no poder competir contra el poderoso residuo de intelecto que representaba el fantasma de mi padre. Eché una mirada por el balcón, hacia la parte del bosque que se veía desde allí. Antes, tuve que frotar el hielo del cristal. Me sentía como debió de sentirse mi padre, asustado, intrigado, atraído por los enigmáticos acontecimientos que tenían lugar más allá de los límites humanos de la casa y sus alrededores.

Uno de los tentáculos pasó por encima de la valla y se extendió hasta el balcón. Me aparté de un salto, asustado, y el rostro que me miraba desde fuera desapareció. La sorpresa hizo que el corazón me latiera a toda velocidad, y dejé caer la lanza. Mientras me agachaba para recoger el arma, los cristales vibraron. La puerta de madera sufrió un violento golpe, y las gallinas parecieron enloquecer.

Pero yo sólo podía pensar en aquella cara. ¡Era tan extraña...! Humana, sí, pero con rasgos que sólo puedo describir como élficos. Los ojos eran rasgados; el interior de la boca sonriente, de un rojo brillante. Aquel rostro no tenía nariz ni orejas, pero una hirsuta mata de cabello indomable le brotaba del cráneo y de las mejillas.

Era a la vez cruel, malévolo, divertido y aterrador.

De pronto, el cielo se oscureció, y fuera de la casa todo pasó a ser gris y nebuloso. Los árboles quedaron amortajados en una niebla sobrenatural, aunque un extraño brillo surgía de un punto cercano al Arroyo  Arisco.

Por fin, la curiosidad se impuso al miedo. Abrí el balcón y  salí  al  jardín, caminando cautelosamente en la oscuridad, hacia la puerta. Por el oeste, en dirección a Grimiey, el horizonte brillaba. Podía distinguir con toda claridad las siluetas de las granjas, los matorrales y las colinas. En el este, en dirección a la mansión de los Ryhope, el anochecer también era claro. Aquella nube sombría y tormentosa sólo pendía sobre el bosque y sobre Refugio del Roble.

Los elementales llegaron entonces con toda su potencia. Surgieron de la misma tierra, se alzaron a mi alrededor, flotando, sondeando, emitiendo  extraños sonidos muy parecidos a carcajadas. Me volví para tratar de distinguir alguna forma racional en las ráfagas de criaturas, y distinguí ocasionalmente una cara, una mano, un dedo largo y curvo, con una brillante uña engarriada que me señalaba. Pero siempre desaparecían antes de que pudiera tocarlas. Alcancé a ver formas femeninas, ágiles y sensuales. Pero, sobre todo, vi los rostros sonrientes de algo que era más élfico que humano. Melenas al viento, ojos brillantes, bocas abiertas en gritos silenciosos. ¿Eran mitagos? Apenas tuve tiempo de preguntármelo. Me tocaban el pelo, me rozaban la piel. Dedos invisibles se me clavaban en la espalda y me hacían cosquillas bajo las orejas. El silencio del anochecer gris se veía quebrado por ráfagas bruscas y breves de risas traídas  por el viento, o por los escalofriantes gritos de las aves nocturnas que volaban sobre mí, con alas anchas y rostros humanos.

Los árboles más exteriores del bosque se mecían rítmicamente. En sus   ramas, a través de la niebla, vi más formas, sombras que se perseguían por los campos oscuros. Estaba en el centro de una actividad sobrenatural de proporciones increíbles.

De repente, la actividad cesó, y la luz procedente del Arroyo Arisco se hizo más intensa. El silencio era escalofriante, aterrador. El frío me helaba los huesos, y tenía calambres por todo el cuerpo. La luz fue surgiendo de la niebla y el bosque, y, al ver su fuente, me quedé atónito.

Un bote salió navegando de entre los árboles. Se movía con seguridad sobre un arroyo demasiado pequeño para la envergadura del casco. El bote estaba pintado con colores brillantes, pero la luz provenía de la figura que se alzaba de pie en la proa. Y aquella figura me miraba. Tanto bote como hombre eran dos de las cosas más extrañas que he visto jamás. El bote tenía la proa y la popa muy altas, y una sola vela colocada en ángulo. Ningún viento hinchaba la lona gris y los aparejos negros. La madera del casco estaba llena de símbolos y dibujos. Dos extrañas estatuas adornaban la proa y la popa, y ambas gárgolas parecieron volverse para mirarme.

El hombre brillaba con un aura dorada. Sus ojos  me  contemplaban desde debajo de un resplandeciente casco de bronce con una complicada cresta, casi ocultos entre las protecciones de las mejillas. La barba, blanca como la tiza y con hebras rojas, le llegaba hasta el ancho pecho. Se inclinó sobre la borda del bote, envolviéndose el cuerpo con la adornada capa. La luz que le rodeaba arrancaba destellos de su armadura metálica.

A su alrededor, los espíritus y fantasmas que habitaban en  la  periferia  del bosque jugaban sin cesar. Parecían perseguir la nave, muy divertidos ante el movimiento en las tranquilas aguas del arroyo.

La mirada recíproca, a una distancia de no más de cien metros, duró todo un minuto. Entonces, empezó a soplar un extraño viento, que hinchó la vela de la escalofriante nave. Los aparejos negros se movieron, el bote se estremeció, y el hombre brillante alzó la vista hacia el cielo. A su alrededor, las fuerzas oscuras de aquella noche se reunieron, atestando el barco, gimiendo y llorando con las voces de la naturaleza.

El hombre arrojó algo en mi dirección, y luego alzó la mano  en  el gesto universal de agradecimiento. Caminé hacia él, pero una repentina ráfaga de viento me cegó. Los elementales se arremolinaban a mi alrededor. Vi como el brillo dorado desaparecía lentamente, de vuelta al bosque, con la popa convertida ahora en proa y la vela llena de una saludable brisa. Por mucho que lo intenté, no pude traspasar la barrera de fuerzas protectoras que acompañaban al misterioso extranjero.

Cuando por fin pude moverme, la nave ya había desaparecido, y la oscura nube que pendía sobre el bosque se disolvió como por ensalmo, como el humo absorbido por un ventilador. Era un anochecer luminoso. Volví a sentir calor. Me dirigí hacia el objeto que había lanzado el hombre, y lo  recogí.

Era una hoja de roble, tan ancha como mi mano, labrada en plata. Una obra maestra de artesanía. Al examinarla con más atención, vi el dibujo: una letra C en el perfil de una cabeza de jabalí. La hoja estaba rota, había un desgarrón largo y delgado, como si alguien hubiera atravesado el metal con un cuchillo. Me estremecí. Aunque entonces no sabía aún por qué la mera visión de aquel talismán me causaba temor.

Volví a la casa para pensar en las extrañas formas mitago que todavía emergerían del bosque.

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