Y así, tras la más breve de las reuniones, perdí de nuevo a Christian. Mi hermano no estaba de humor para hablar, y mucho menos para confiarme sus planes, esperanzas y temores sobre la posible resolución de su asunto amoroso. Sólo podía pensar en Guiwenneth, sola y atrapada en el bosque.
Mientras él preparaba sus provisiones, me dediqué a vagar por la cocina y por el resto de la casa. Me aseguró una y otra vez que no estaría fuera más de una semana, quizá dos. Si Guiwenneth se hallaba en el bosque, ese tiempo bastaría para encontrarla. Si no, volvería a casa y esperaría un poco antes de volver a la zona más profunda del bosque y tratar de formar el mitago de la chica. Aseguró que, en menos de un año, la mayoría de los mitagos hostiles habrían dejado de existir, y ella estaría a salvo. Christian tenía las ideas confusas. Su plan de dotarla de la fuerza necesaria para permitirle la misma libertad de que disfrutaban el hombre y el perro, no se apoyaba en pruebas extraídas de las notas de nuestro padre. Pero Christian era un hombre decidido.
Si un mitago podía salir del bosque, también podría el que él amaba.
Se le ocurrió que yo podía acompañarle hasta el claro donde habíamos acampado de niños, y plantar allí una tienda. Podría ser un lugar de cita habitual para nosotros, dijo, y le ayudaría a mantener su sentido del tiempo. Además, si yo pasaba algún tiempo en el bosque, quizá encontrase otros mitagos, y así podría informarle sobre su estado. El claro del que hablaba estaba en las afueras del bosque, y era bastante seguro.
Cuando expresé mi preocupación sobre si mi propia mente no empezaría a producir mitagos, me aseguró que pasarían meses antes de que empezara a ver la primera actividad de premitagos como una presencia inquietante por el rabillo del ojo, o sea, en lo que él llamaba «visión periférica». Fue igualmente brusco al afirmar que, si me quedaba mucho tiempo en aquella zona, estaba seguro de que empezaría a relacionarme con el bosque, cuya aura, según pensaba él, se había extendido más hacia la casa durante los últimos años.
A última hora de la mañana siguiente, nos pusimos en marcha por el sendero sur. Un sol brillante se alzaba sobre el bosque. Era un día claro y fresco. El aire se impregnaba del humo de una granja distante, donde estaban quemando los rastrojos de la cosecha del verano. Caminamos en silencio hasta llegar a la alberca del molino. Yo suponía que Christian entraría al bosque de robles por allí..., pero tuvo la buena idea de no hacerlo. No tanto por los extraños movimientos que habíamos visto allí, cuando éramos niños, como por lo cenagoso del terreno. En vez de eso, seguimos andando hasta que el bosque que bordeaba el sendero fue menos espeso. Entonces, Christian se salió del camino.
Le seguí hacia dentro, buscando la ruta más fácil entre los matorrales de zarzas y espinos, disfrutando del denso silencio. Allí, en el lindero del bosque, los árboles eran pequeños, pero cien metros más adelante empezaron a mostrar su auténtica edad. El terreno se hacía algo más elevado y, entre los matorrales, aparecían rocas grises cubiertas de musgo y líquenes. Sobrepasamos el montículo, y el terreno se hundió en una brusca pendiente. Empecé a advertir sutiles cambios en el bosque. Ahora, de alguna manera, parecía más oscuro, más vivo, y advertí que el agudo canto de los pájaros otoñales que había oído en las afueras del bosque se transformaba aquí en una tonada más esporádica, más triste.
Christian se abrió camino entre los matorrales de zarzas. Yo le seguí como pude, y pronto llegamos al gran claro donde, años atrás, habíamos montado nuestro campamento. Un roble particularmente grande dominaba el lugar, y nos reímos al ver las viejas iniciales que en el pasado talláramos allí. Entre sus ramas habíamos construido nuestro puesto de vigilancia, aunque bien poco se podía ver en medio de tantas hojas.
-¿Cumplo los requisitos necesarios para el puesto? -preguntó Christian, con los brazos abiertos.
Sonreí al examinar su silueta cubierta por una capa. Ahora, el cayado con las runas parecía menos extraño, más funcional.
-Pareces algo, pero no sé exactamente qué. - Miró a su alrededor.
-Haré todo lo posible por venir tan a menudo como pueda. Si algo va mal y no te encuentro, trataré de dejarte un mensaje, alguna señal para que sepas...
-Todo irá bien -le interrumpí con una sonrisa.
Evidentemente, no quería que le acompañara más allá del claro, y yo tampoco deseaba hacerlo. Sentí un escalofrío, un extraño cosquilleo, como si alguien me estuviera vigilando. Christian advirtió mi inquietud, y admitió que él también se sentía así: era la presencia del bosque, la suave respiración de las ramas.
Nos estrechamos la mano y, algo incómodos, nos abrazamos, Christian dio media vuelta y echó a andar hacia la penumbra del bosque. Le vi marcharse, y luego me dediqué a escuchar. Sólo cuando todo sonido se hubo esfumado, empecé a plantar la pequeña tienda de campaña.
Durante la mayor parte de septiembre, el tiempo siguió frío y seco. Fue un mes aburrido, que me permitió pasar los días sin apenas actividad. Hice algunos trabajos en la casa, leí más fragmentos de las notas de mi padre -aunque pronto me cansé de la repetición de ideas e imágenes- y, a intervalos cada vez más largos, me adentré en el bosque para sentarme en la tienda o al lado de ella, atento a cualquier ruido que delatara la presencia de Christian, maldiciendo los insectos que pululaban por allí, espiando cualquier atisbo de movimiento.
Con octubre llegó la lluvia. Y sólo entonces comprendí, bruscamente, casi sorprendido, que Christian llevaba fuera casi un mes. El tiempo había pasado más de prisa de lo que creía posible y, en vez de preocuparme por mi hermano, me había limitado a suponer que sabía lo que hacía, que volvería en cuanto estuviera preparado. Pero llevaba semanas ausente, sin dar la menor señal de vida. Debería haber acudido al claro, al menos una vez, para dejarme alguna señal.
Entonces, empecé a preocuparme de veras por su seguridad. En cuanto cesó la lluvia, corrí al bosque y aguardé el resto del día en el patético refugio de lona, lleno de goteras. Vi varias liebres, incluso un búho, y oí ruido de movimientos lejanos que no respondieron a mis gritos de «¿Christian? ¿Eres tú?».
Empezaba a hacer frío. Pasé más tiempo en la tienda, y preparé un saco de dormir con mantas y viejas telas impermeables que encontré en el sótano de Refugio del Roble. Arreglé los desperfectos de la tienda, almacené allí alimentos y cerveza, así como leña seca para hacer hogueras.
A mediados de octubre, me di cuenta de que no podía permanecer en la casa más de una hora sin ponerme nervioso, con unos nervios que sólo se calmaban cuando volvía al claro, a mi puesto de vigilancia, y me sentaba en la tienda con las piernas cruzadas. Lo único que hacía era contemplar la penumbra de los árboles, a unos metros de mí. En varias ocasiones, me adentré en el bosque en nerviosas expediciones, pero detestaba la sensación de silencio, y ese cosquilleo en la piel que parecía repetirme que estaba siendo observado. Eran simples imaginaciones, claro, o una respuesta demasiado sensible a la presencia de los animales del bosque: en cierta ocasión, cuando corrí gritando hacia un arbusto donde imaginaba oculto a mi espía, sólo vi una ardilla roja que huía aterrada hacia las ramas cruzadas de su hogar en el roble.
¿Dónde estaba Christian? Clavé papeles con mensajes, en tantos lugares y tan profundos en el bosque como me atreví. Pero descubrí que, en cuanto me adentraba en la cuenca que parecía engullir el bosque, volvía al mismo punto al cabo de pocas horas, y me encontraba de nuevo cerca del claro, de la tienda. Imposible, sí, y también exasperante. Pero comencé a comprender la frustración de Christian al no poder caminar en línea recta por el espeso bosque de robles. Quizá fuera cierto que había una especie de campo de fuerza, complejo y confuso, que canalizaba a los intrusos hacia el sendero exterior.
Y llegó noviembre, y fue verdaderamente frío, La lluvia gélida caía a intervalos, pero el viento se colaba entre el denso follaje ocre del bosque, parecía capaz de encontrar su camino a través de las rendijas de la ropa y la tela impermeable, hasta llegar a la carne y helar los huesos. Yo estaba deprimido, y mis búsquedas de Christian eran cada vez más exasperantes, más frustrantes. Mis gritos empezaron a tener un matiz airado, a la par que mi piel lucía cada vez más arañazos y hematomas, de tanto subirme a los árboles. Perdí la cuenta de los días, y en más de una ocasión percibí, asustado, que me había pasado dos o tres días en el bosque, sin volver a la casa. Refugio del Roble estaba cada vez más descuidado y desierto. Iba allí para lavarme, comer, descansar, pero en cuanto reparaba las peores agresiones sufridas en mi cuerpo, volvía a concentrarme en Christian, a preocuparme mortalmente por él, y tenía que volver al claro, como si yo no fuera más que un montón de limaduras de hierro atraídas por un imán.
Empecé a temer que le hubiera pasado algo terrible. O quizá no fuera terrible, sino simplemente natural: si de verdad había jabalíes en el bosque, quizá uno le había atacado. Quizá mi hermano estaba muerto, o se arrastraba hacia las afueras del bosque, incapaz de gritar pidiendo ayuda. O quizá se hubiera caído de un árbol. O quizá, sencillamente, se había dormido, y el frío no le permitió despertar por la mañana.
Busqué cualquier rastro de su cuerpo, o de su presencia, y no encontré absolutamente nada. Eso sí, descubrí las huellas de algún animal grande, y marcas en la parte baja del tronco de muchos robles, como si una criatura con colmillos los hubiera mordisqueado.
Pero la depresión pasó pronto y, a mediados de noviembre confiaba otra vez en que Christian estuviera vivo. Empecé a creer que, de alguna manera, se había visto atrapado en este bosque otoñal.
Por primera vez en dos semanas fui al pueblo. Tras conseguir provisiones, recogí los periódicos que se habían acumulado en la pequeña oficina de correos. Al revisar las primeras páginas del semanario local, encontré un suelto relativo a los cadáveres putrefactos de un hombre y un perro lobo, descubiertos en la zanja de una granja, cerca de Grimiey. No se sospechaba que fuera un crimen. No sentí ninguna emoción, sólo curiosidad, y cierta compasión por Christian, cuyo sueño de liberar a Guiwenneth no era más que eso: un sueño, una esperanza ferviente, un deseo condenado a la frustración.
En cuanto a los mitago, sólo tuve dos encuentros, ninguno de ellos demasiado importante. El primero fue con una sombría forma masculina que atravesó el claro, me miró, y por último echó a correr hacia la penumbra, mientras golpeaba los troncos de los árboles con un pequeño bastón de madera. El segundo encuentro fue con el Brezo, cuya forma seguí furtivamente cuando le vi dirigirse a la alberca. Se quedó entre los árboles, espiando el cobertizo del embarcadero. No sentí auténtico temor ante estas manifestaciones, sólo una ligera aprensión. Pero tras el segundo encuentro, empecé a comprender lo ajenos que eran los mitagos al bosque. Estas criaturas, creadas muy lejos de su tiempo natural, ecos del pasado a los que se había dado sustancia, venían equipados con una vida, un idioma y una cierta ferocidad que no encajaba en absoluto con el mundo de 1947, azotado por la guerra. No era de extrañar que el aura del bosque tuviera tal carga de soledad, una melancolía contagiosa que se había adueñado de mi padre, luego de Christian, y que ahora se adentraba por mis tejidos. Si se lo permitía, me atraparía también a mí.
Durante esos días, empecé a tener alucinaciones. Sobre todo al anochecer, cuando miraba el bosque, comencé a ver movimientos por el rabillo del ojo. Al principio, lo atribuí al cansancio, a la imaginación, pero recordé con toda claridad el fragmento de las notas de mi padre donde describía a los premitagos, la imágenes iniciales que aparecían siempre en su visión periférica. La primera vez me asusté. No quería reconocer que aquellas criaturas pudieran ser inquilinos de mi propia mente, que mi interacción con el bosque había comenzado mucho antes de lo que imaginara Christian. Pero, tras un tiempo, me senté con tranquilidad y traté de verles más detalladamente. No lo conseguí. Advertía el movimiento, y a veces una forma humana, pero fuera cual fuese el campo que inducía su aparición, aún no era tan fuerte como para darles realidad absoluta. O eso, o mi mente no podía controlar aún su existencia.
El veinticuatro de noviembre, volví a la casa y pasé unas horas descansando y escuchando la radio. Se desencadenó una tormenta, y vi caer la lluvia, sintiéndome helado y enfermizo. Pero, en cuanto el cielo se despejó y las escasas nubes se tornaron blancas y brillantes, me eché el impermeable sobre los hombros y volví al claro. Esperaba encontrarlo todo tal como lo dejé. Por eso, lo que no hubiera debido ser más que una sorpresa, se convirtió en una auténtica conmoción.
Habían destruido la tienda, y su contenido estaba disperso entre los charcos de lodo del claro. Parte del cable de retén colgaba de las ramas más altas del gran roble, y los matorrales de los alrededores estaban aplastados, como si hubiera tenido lugar allí una gran pelea. Cuando examiné el terreno, advertí que estaba lleno de huellas extrañas, redondas y profundas, como cascos de caballo. Fuera cual fuese la bestia que había pasado por allí, se las había arreglado para hacer jirones el refugio de lona.
Sólo entonces noté lo silencioso que estaba el bosque, como si contuviera el aliento, a la espera. Se me erizó hasta el último pelo del cuerpo, y el corazón me latió tan fuerte que creí que el pecho me estallaría. Me quedé un segundo o dos junto a la tienda destrozada, y el pánico se apoderó de mí. La cabeza me daba vueltas, y el bosque parecía amenazarme. Huí del claro, aplastando los empapados matorrales entre dos gruesos troncos de roble. Corrí muchos metros por la penumbra, antes de darme cuenta de que estaba alejándome de la periferia del bosque. Creo que grité. Di media vuelta, y eché a correr de nuevo.
Una pesada lanza se clavó en el árbol más cercano y, antes de poder detenerme, me precipité contra el asta de madera negra. Una mano me agarró por el hombro y me arrastró hacia el árbol. Grité de terror al ver el rostro sucio de barro de mi atacante. Él también me gritó:
-¡Cállate, Steve! ¡Por lo que más quieras, cállate!
El pánico cesó, mi voz se convirtió en un susurro, y examiné más de cerca al furioso hombre que me tenía atrapado. Comprendí que era Christian, y el alivio fue tal que me eché a reír.
Durante largos momentos, no me di cuenta del cambio tan profundo que había sufrido mi hermano.
Christian miraba hacia el claro.
-Tienes que marcharte de aquí -dijo.
Y, antes de que pudiera responderle, me obligó a correr, prácticamente me arrastró de vuelta hacia la tienda.
Una vez en el claro, titubeó, y me miró. No vi ninguna sonrisa bajo la máscara de barro y hojas amarillentas. Sus ojos brillaban, pero entrecerrados, apenas dos líneas. Tenía el pelo grasiento e hirsuto. Estaba casi desnudo, sólo llevaba un taparrabos y una desastrada camisa de piel, que no podía darle demasiado calor. Portaba tres lanzas peligrosamente puntiagudas. Ni rastro de la delgadez esquelética del verano. Era musculoso y duro, con pecho ancho y miembros fuertes. Un hombre hecho para luchar.
-Tienes que salir del bosque, Steve. Y, por lo que más quieras, no vuelvas nunca.
-¿Qué te ha pasado, Chris...? -empecé.
Pero él meneó la cabeza y me empujó a través del claro y los árboles, hacia el sendero sur.
Al momento, se detuvo y echó un vistazo hacia la penumbra, sin dejarme avanzar.
-¿Qué pasa, Chris?
Entonces, yo también lo oí, el sonido de los arbustos al ser aplastados por algo muy pesado. Algo se abría camino entre los árboles y los matorrales, hacia nosotros. Seguí la mirada de Christian, y vi una forma monstruosa, tan alta como dos hombres juntos, pero humana, encorvada, negra como la noche a excepción de la gran mancha blanca que era su rostro, todavía indistinguible por la distancia y las sombras.
-¡Dios, ha escapado! -gritó Christian-. Se interpone entre la salida y nosotros.
-¿Qué es, Chris? ¿Un mitago?
-El mitago -respondió rápidamente Christian. Se dio la vuelta y atravesó de nuevo el claro. Yo le seguí. De repente, todo el cansancio había desaparecido de mi cuerpo.
-¿El Urscumug? ¿Es eso? Pero no es humano, sino animal. Nunca ha habido un ser humano con semejante estatura.
Al volver la mirada mientras corría, vi que el monstruo entraba en el claro. En espacio abierto se movía tan de prisa que creí estar viendo una película proyectada a cámara rápida. Se lanzó al bosque tras nosotros, y volvió a fundirse con la oscuridad. Pero ahora corría entre los árboles, nos perseguía, y acortaba distancia a una velocidad increíble.
De pronto, el terreno desapareció bajo mis pies. Caí pesadamente en una depresión, pero Christian me agarró a tiempo. Luego, mi hermano arrastró una zarza para cubrirnos, y se puso un dedo en los labios. Apenas podía distinguirle en el oscuro agujero, pero oí como se alejaban los pasos del Urscumug, y pregunté a Christian qué sucedía.
-¿Se ha ido?
-Casi seguro que no -respondió -. Está aguardando, escuchando. Lleva dos días persiguiéndome desde las zonas más profundas del bosque. No descansará hasta que me mate.
-¿Por qué, Christian? ¿Por qué quiere acabar contigo?
-Es el mitago del viejo -me explicó-. Él le dio vida en el corazón del bosque, pero era débil, y estaba atrapado..., hasta que llegué yo y le proporcioné más poder con que alimentarse. Pero sigue siendo el mitago del viejo, y en parte está formado a su semejanza, tiene algo de su ego. ¡Dios, Steve, cómo debió de odiarnos para imponer tanto terror a ese monstruo!
-Y Guiwenneth... -dije.
-Sí..., Guiwenneth- repitió Christian, ahora en voz baja-. Por eso quiere vengarse de mí. Pero no le daré ni media oportunidad.
Se irguió para echar un vistazo a través de la cobertura de espino. Oí el ruido de un movimiento lejano, inquieto, y me pareció escuchar el gruñido gutural de algún animal.
-Creí que no había conseguido crear el mitago primario.
-Murió creyéndolo -asintió Chris-. Me pregunto qué habría hecho de saber el éxito que había tenido. Volvió a acuclillarse en el agujero.
-Es como un jabalí. Parte jabalí, parte hombre, y con elementos de otras bestias del bosque. Camina erguido, pero puede correr raudo como el viento. Se pinta la cara de blanco para que parezca un rostro humano. No sé en qué era vivió, pero una cosa es segura, fue mucho antes de existir el hombre tal como nosotros lo entendemos. Ese monstruo viene de una era en que el hombre y la naturaleza estaban tan próximos, que apenas se podía distinguir el uno de la otra.
Entonces, me rozó el brazo. Fue un toque titubeante, casi como si tuviera miedo de estar en contacto con alguien de quien tanto se había distanciado.
-Cuando corras -dijo-, ve hacia el lindero del bosque. No te detengas. Sal de ahí, y no vuelvas. Ahora no hay salida para mí. Es una parte de mi propia mente, que me ata a este bosque tanto como si yo mismo fuera un mitago. No vuelvas, Steve. Al menos, en mucho, mucho tiempo.
-Chris... -empecé a decir.
Pero era demasiado tarde. Mi hermano había apartado de golpe la cubierta de espino, y corría alejándose de mí. Momentos después, la forma más enorme que se pueda imaginar pasó sobre mi cabeza, y un enorme pie negro se plantó a centímetros de mi cuerpo paralizado. Todo sucedió en una fracción de segundo. Cuando conseguí salir del agujero y echar a correr, di un rápido vistazo a la criatura. Me había oído, y también me miraba. Durante aquel instante de contemplación recíproca, mientras los dos nos alejábamos en el bosque, vi el rostro pintado sobre la cabeza negra de jabalí.
El Urscumug abrió la boca para dejar escapar un rugido, y mi padre pareció mirarme.
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Mientras él preparaba sus provisiones, me dediqué a vagar por la cocina y por el resto de la casa. Me aseguró una y otra vez que no estaría fuera más de una semana, quizá dos. Si Guiwenneth se hallaba en el bosque, ese tiempo bastaría para encontrarla. Si no, volvería a casa y esperaría un poco antes de volver a la zona más profunda del bosque y tratar de formar el mitago de la chica. Aseguró que, en menos de un año, la mayoría de los mitagos hostiles habrían dejado de existir, y ella estaría a salvo. Christian tenía las ideas confusas. Su plan de dotarla de la fuerza necesaria para permitirle la misma libertad de que disfrutaban el hombre y el perro, no se apoyaba en pruebas extraídas de las notas de nuestro padre. Pero Christian era un hombre decidido.
Si un mitago podía salir del bosque, también podría el que él amaba.
Se le ocurrió que yo podía acompañarle hasta el claro donde habíamos acampado de niños, y plantar allí una tienda. Podría ser un lugar de cita habitual para nosotros, dijo, y le ayudaría a mantener su sentido del tiempo. Además, si yo pasaba algún tiempo en el bosque, quizá encontrase otros mitagos, y así podría informarle sobre su estado. El claro del que hablaba estaba en las afueras del bosque, y era bastante seguro.
Cuando expresé mi preocupación sobre si mi propia mente no empezaría a producir mitagos, me aseguró que pasarían meses antes de que empezara a ver la primera actividad de premitagos como una presencia inquietante por el rabillo del ojo, o sea, en lo que él llamaba «visión periférica». Fue igualmente brusco al afirmar que, si me quedaba mucho tiempo en aquella zona, estaba seguro de que empezaría a relacionarme con el bosque, cuya aura, según pensaba él, se había extendido más hacia la casa durante los últimos años.
A última hora de la mañana siguiente, nos pusimos en marcha por el sendero sur. Un sol brillante se alzaba sobre el bosque. Era un día claro y fresco. El aire se impregnaba del humo de una granja distante, donde estaban quemando los rastrojos de la cosecha del verano. Caminamos en silencio hasta llegar a la alberca del molino. Yo suponía que Christian entraría al bosque de robles por allí..., pero tuvo la buena idea de no hacerlo. No tanto por los extraños movimientos que habíamos visto allí, cuando éramos niños, como por lo cenagoso del terreno. En vez de eso, seguimos andando hasta que el bosque que bordeaba el sendero fue menos espeso. Entonces, Christian se salió del camino.
Le seguí hacia dentro, buscando la ruta más fácil entre los matorrales de zarzas y espinos, disfrutando del denso silencio. Allí, en el lindero del bosque, los árboles eran pequeños, pero cien metros más adelante empezaron a mostrar su auténtica edad. El terreno se hacía algo más elevado y, entre los matorrales, aparecían rocas grises cubiertas de musgo y líquenes. Sobrepasamos el montículo, y el terreno se hundió en una brusca pendiente. Empecé a advertir sutiles cambios en el bosque. Ahora, de alguna manera, parecía más oscuro, más vivo, y advertí que el agudo canto de los pájaros otoñales que había oído en las afueras del bosque se transformaba aquí en una tonada más esporádica, más triste.
Christian se abrió camino entre los matorrales de zarzas. Yo le seguí como pude, y pronto llegamos al gran claro donde, años atrás, habíamos montado nuestro campamento. Un roble particularmente grande dominaba el lugar, y nos reímos al ver las viejas iniciales que en el pasado talláramos allí. Entre sus ramas habíamos construido nuestro puesto de vigilancia, aunque bien poco se podía ver en medio de tantas hojas.
-¿Cumplo los requisitos necesarios para el puesto? -preguntó Christian, con los brazos abiertos.
Sonreí al examinar su silueta cubierta por una capa. Ahora, el cayado con las runas parecía menos extraño, más funcional.
-Pareces algo, pero no sé exactamente qué. - Miró a su alrededor.
-Haré todo lo posible por venir tan a menudo como pueda. Si algo va mal y no te encuentro, trataré de dejarte un mensaje, alguna señal para que sepas...
-Todo irá bien -le interrumpí con una sonrisa.
Evidentemente, no quería que le acompañara más allá del claro, y yo tampoco deseaba hacerlo. Sentí un escalofrío, un extraño cosquilleo, como si alguien me estuviera vigilando. Christian advirtió mi inquietud, y admitió que él también se sentía así: era la presencia del bosque, la suave respiración de las ramas.
Nos estrechamos la mano y, algo incómodos, nos abrazamos, Christian dio media vuelta y echó a andar hacia la penumbra del bosque. Le vi marcharse, y luego me dediqué a escuchar. Sólo cuando todo sonido se hubo esfumado, empecé a plantar la pequeña tienda de campaña.
Durante la mayor parte de septiembre, el tiempo siguió frío y seco. Fue un mes aburrido, que me permitió pasar los días sin apenas actividad. Hice algunos trabajos en la casa, leí más fragmentos de las notas de mi padre -aunque pronto me cansé de la repetición de ideas e imágenes- y, a intervalos cada vez más largos, me adentré en el bosque para sentarme en la tienda o al lado de ella, atento a cualquier ruido que delatara la presencia de Christian, maldiciendo los insectos que pululaban por allí, espiando cualquier atisbo de movimiento.
Con octubre llegó la lluvia. Y sólo entonces comprendí, bruscamente, casi sorprendido, que Christian llevaba fuera casi un mes. El tiempo había pasado más de prisa de lo que creía posible y, en vez de preocuparme por mi hermano, me había limitado a suponer que sabía lo que hacía, que volvería en cuanto estuviera preparado. Pero llevaba semanas ausente, sin dar la menor señal de vida. Debería haber acudido al claro, al menos una vez, para dejarme alguna señal.
Entonces, empecé a preocuparme de veras por su seguridad. En cuanto cesó la lluvia, corrí al bosque y aguardé el resto del día en el patético refugio de lona, lleno de goteras. Vi varias liebres, incluso un búho, y oí ruido de movimientos lejanos que no respondieron a mis gritos de «¿Christian? ¿Eres tú?».
Empezaba a hacer frío. Pasé más tiempo en la tienda, y preparé un saco de dormir con mantas y viejas telas impermeables que encontré en el sótano de Refugio del Roble. Arreglé los desperfectos de la tienda, almacené allí alimentos y cerveza, así como leña seca para hacer hogueras.
A mediados de octubre, me di cuenta de que no podía permanecer en la casa más de una hora sin ponerme nervioso, con unos nervios que sólo se calmaban cuando volvía al claro, a mi puesto de vigilancia, y me sentaba en la tienda con las piernas cruzadas. Lo único que hacía era contemplar la penumbra de los árboles, a unos metros de mí. En varias ocasiones, me adentré en el bosque en nerviosas expediciones, pero detestaba la sensación de silencio, y ese cosquilleo en la piel que parecía repetirme que estaba siendo observado. Eran simples imaginaciones, claro, o una respuesta demasiado sensible a la presencia de los animales del bosque: en cierta ocasión, cuando corrí gritando hacia un arbusto donde imaginaba oculto a mi espía, sólo vi una ardilla roja que huía aterrada hacia las ramas cruzadas de su hogar en el roble.
¿Dónde estaba Christian? Clavé papeles con mensajes, en tantos lugares y tan profundos en el bosque como me atreví. Pero descubrí que, en cuanto me adentraba en la cuenca que parecía engullir el bosque, volvía al mismo punto al cabo de pocas horas, y me encontraba de nuevo cerca del claro, de la tienda. Imposible, sí, y también exasperante. Pero comencé a comprender la frustración de Christian al no poder caminar en línea recta por el espeso bosque de robles. Quizá fuera cierto que había una especie de campo de fuerza, complejo y confuso, que canalizaba a los intrusos hacia el sendero exterior.
Y llegó noviembre, y fue verdaderamente frío, La lluvia gélida caía a intervalos, pero el viento se colaba entre el denso follaje ocre del bosque, parecía capaz de encontrar su camino a través de las rendijas de la ropa y la tela impermeable, hasta llegar a la carne y helar los huesos. Yo estaba deprimido, y mis búsquedas de Christian eran cada vez más exasperantes, más frustrantes. Mis gritos empezaron a tener un matiz airado, a la par que mi piel lucía cada vez más arañazos y hematomas, de tanto subirme a los árboles. Perdí la cuenta de los días, y en más de una ocasión percibí, asustado, que me había pasado dos o tres días en el bosque, sin volver a la casa. Refugio del Roble estaba cada vez más descuidado y desierto. Iba allí para lavarme, comer, descansar, pero en cuanto reparaba las peores agresiones sufridas en mi cuerpo, volvía a concentrarme en Christian, a preocuparme mortalmente por él, y tenía que volver al claro, como si yo no fuera más que un montón de limaduras de hierro atraídas por un imán.
Empecé a temer que le hubiera pasado algo terrible. O quizá no fuera terrible, sino simplemente natural: si de verdad había jabalíes en el bosque, quizá uno le había atacado. Quizá mi hermano estaba muerto, o se arrastraba hacia las afueras del bosque, incapaz de gritar pidiendo ayuda. O quizá se hubiera caído de un árbol. O quizá, sencillamente, se había dormido, y el frío no le permitió despertar por la mañana.
Busqué cualquier rastro de su cuerpo, o de su presencia, y no encontré absolutamente nada. Eso sí, descubrí las huellas de algún animal grande, y marcas en la parte baja del tronco de muchos robles, como si una criatura con colmillos los hubiera mordisqueado.
Pero la depresión pasó pronto y, a mediados de noviembre confiaba otra vez en que Christian estuviera vivo. Empecé a creer que, de alguna manera, se había visto atrapado en este bosque otoñal.
Por primera vez en dos semanas fui al pueblo. Tras conseguir provisiones, recogí los periódicos que se habían acumulado en la pequeña oficina de correos. Al revisar las primeras páginas del semanario local, encontré un suelto relativo a los cadáveres putrefactos de un hombre y un perro lobo, descubiertos en la zanja de una granja, cerca de Grimiey. No se sospechaba que fuera un crimen. No sentí ninguna emoción, sólo curiosidad, y cierta compasión por Christian, cuyo sueño de liberar a Guiwenneth no era más que eso: un sueño, una esperanza ferviente, un deseo condenado a la frustración.
En cuanto a los mitago, sólo tuve dos encuentros, ninguno de ellos demasiado importante. El primero fue con una sombría forma masculina que atravesó el claro, me miró, y por último echó a correr hacia la penumbra, mientras golpeaba los troncos de los árboles con un pequeño bastón de madera. El segundo encuentro fue con el Brezo, cuya forma seguí furtivamente cuando le vi dirigirse a la alberca. Se quedó entre los árboles, espiando el cobertizo del embarcadero. No sentí auténtico temor ante estas manifestaciones, sólo una ligera aprensión. Pero tras el segundo encuentro, empecé a comprender lo ajenos que eran los mitagos al bosque. Estas criaturas, creadas muy lejos de su tiempo natural, ecos del pasado a los que se había dado sustancia, venían equipados con una vida, un idioma y una cierta ferocidad que no encajaba en absoluto con el mundo de 1947, azotado por la guerra. No era de extrañar que el aura del bosque tuviera tal carga de soledad, una melancolía contagiosa que se había adueñado de mi padre, luego de Christian, y que ahora se adentraba por mis tejidos. Si se lo permitía, me atraparía también a mí.
Durante esos días, empecé a tener alucinaciones. Sobre todo al anochecer, cuando miraba el bosque, comencé a ver movimientos por el rabillo del ojo. Al principio, lo atribuí al cansancio, a la imaginación, pero recordé con toda claridad el fragmento de las notas de mi padre donde describía a los premitagos, la imágenes iniciales que aparecían siempre en su visión periférica. La primera vez me asusté. No quería reconocer que aquellas criaturas pudieran ser inquilinos de mi propia mente, que mi interacción con el bosque había comenzado mucho antes de lo que imaginara Christian. Pero, tras un tiempo, me senté con tranquilidad y traté de verles más detalladamente. No lo conseguí. Advertía el movimiento, y a veces una forma humana, pero fuera cual fuese el campo que inducía su aparición, aún no era tan fuerte como para darles realidad absoluta. O eso, o mi mente no podía controlar aún su existencia.
El veinticuatro de noviembre, volví a la casa y pasé unas horas descansando y escuchando la radio. Se desencadenó una tormenta, y vi caer la lluvia, sintiéndome helado y enfermizo. Pero, en cuanto el cielo se despejó y las escasas nubes se tornaron blancas y brillantes, me eché el impermeable sobre los hombros y volví al claro. Esperaba encontrarlo todo tal como lo dejé. Por eso, lo que no hubiera debido ser más que una sorpresa, se convirtió en una auténtica conmoción.
Habían destruido la tienda, y su contenido estaba disperso entre los charcos de lodo del claro. Parte del cable de retén colgaba de las ramas más altas del gran roble, y los matorrales de los alrededores estaban aplastados, como si hubiera tenido lugar allí una gran pelea. Cuando examiné el terreno, advertí que estaba lleno de huellas extrañas, redondas y profundas, como cascos de caballo. Fuera cual fuese la bestia que había pasado por allí, se las había arreglado para hacer jirones el refugio de lona.
Sólo entonces noté lo silencioso que estaba el bosque, como si contuviera el aliento, a la espera. Se me erizó hasta el último pelo del cuerpo, y el corazón me latió tan fuerte que creí que el pecho me estallaría. Me quedé un segundo o dos junto a la tienda destrozada, y el pánico se apoderó de mí. La cabeza me daba vueltas, y el bosque parecía amenazarme. Huí del claro, aplastando los empapados matorrales entre dos gruesos troncos de roble. Corrí muchos metros por la penumbra, antes de darme cuenta de que estaba alejándome de la periferia del bosque. Creo que grité. Di media vuelta, y eché a correr de nuevo.
Una pesada lanza se clavó en el árbol más cercano y, antes de poder detenerme, me precipité contra el asta de madera negra. Una mano me agarró por el hombro y me arrastró hacia el árbol. Grité de terror al ver el rostro sucio de barro de mi atacante. Él también me gritó:
-¡Cállate, Steve! ¡Por lo que más quieras, cállate!
El pánico cesó, mi voz se convirtió en un susurro, y examiné más de cerca al furioso hombre que me tenía atrapado. Comprendí que era Christian, y el alivio fue tal que me eché a reír.
Durante largos momentos, no me di cuenta del cambio tan profundo que había sufrido mi hermano.
Christian miraba hacia el claro.
-Tienes que marcharte de aquí -dijo.
Y, antes de que pudiera responderle, me obligó a correr, prácticamente me arrastró de vuelta hacia la tienda.
Una vez en el claro, titubeó, y me miró. No vi ninguna sonrisa bajo la máscara de barro y hojas amarillentas. Sus ojos brillaban, pero entrecerrados, apenas dos líneas. Tenía el pelo grasiento e hirsuto. Estaba casi desnudo, sólo llevaba un taparrabos y una desastrada camisa de piel, que no podía darle demasiado calor. Portaba tres lanzas peligrosamente puntiagudas. Ni rastro de la delgadez esquelética del verano. Era musculoso y duro, con pecho ancho y miembros fuertes. Un hombre hecho para luchar.
-Tienes que salir del bosque, Steve. Y, por lo que más quieras, no vuelvas nunca.
-¿Qué te ha pasado, Chris...? -empecé.
Pero él meneó la cabeza y me empujó a través del claro y los árboles, hacia el sendero sur.
Al momento, se detuvo y echó un vistazo hacia la penumbra, sin dejarme avanzar.
-¿Qué pasa, Chris?
Entonces, yo también lo oí, el sonido de los arbustos al ser aplastados por algo muy pesado. Algo se abría camino entre los árboles y los matorrales, hacia nosotros. Seguí la mirada de Christian, y vi una forma monstruosa, tan alta como dos hombres juntos, pero humana, encorvada, negra como la noche a excepción de la gran mancha blanca que era su rostro, todavía indistinguible por la distancia y las sombras.
-¡Dios, ha escapado! -gritó Christian-. Se interpone entre la salida y nosotros.
-¿Qué es, Chris? ¿Un mitago?
-El mitago -respondió rápidamente Christian. Se dio la vuelta y atravesó de nuevo el claro. Yo le seguí. De repente, todo el cansancio había desaparecido de mi cuerpo.
-¿El Urscumug? ¿Es eso? Pero no es humano, sino animal. Nunca ha habido un ser humano con semejante estatura.
Al volver la mirada mientras corría, vi que el monstruo entraba en el claro. En espacio abierto se movía tan de prisa que creí estar viendo una película proyectada a cámara rápida. Se lanzó al bosque tras nosotros, y volvió a fundirse con la oscuridad. Pero ahora corría entre los árboles, nos perseguía, y acortaba distancia a una velocidad increíble.
De pronto, el terreno desapareció bajo mis pies. Caí pesadamente en una depresión, pero Christian me agarró a tiempo. Luego, mi hermano arrastró una zarza para cubrirnos, y se puso un dedo en los labios. Apenas podía distinguirle en el oscuro agujero, pero oí como se alejaban los pasos del Urscumug, y pregunté a Christian qué sucedía.
-¿Se ha ido?
-Casi seguro que no -respondió -. Está aguardando, escuchando. Lleva dos días persiguiéndome desde las zonas más profundas del bosque. No descansará hasta que me mate.
-¿Por qué, Christian? ¿Por qué quiere acabar contigo?
-Es el mitago del viejo -me explicó-. Él le dio vida en el corazón del bosque, pero era débil, y estaba atrapado..., hasta que llegué yo y le proporcioné más poder con que alimentarse. Pero sigue siendo el mitago del viejo, y en parte está formado a su semejanza, tiene algo de su ego. ¡Dios, Steve, cómo debió de odiarnos para imponer tanto terror a ese monstruo!
-Y Guiwenneth... -dije.
-Sí..., Guiwenneth- repitió Christian, ahora en voz baja-. Por eso quiere vengarse de mí. Pero no le daré ni media oportunidad.
Se irguió para echar un vistazo a través de la cobertura de espino. Oí el ruido de un movimiento lejano, inquieto, y me pareció escuchar el gruñido gutural de algún animal.
-Creí que no había conseguido crear el mitago primario.
-Murió creyéndolo -asintió Chris-. Me pregunto qué habría hecho de saber el éxito que había tenido. Volvió a acuclillarse en el agujero.
-Es como un jabalí. Parte jabalí, parte hombre, y con elementos de otras bestias del bosque. Camina erguido, pero puede correr raudo como el viento. Se pinta la cara de blanco para que parezca un rostro humano. No sé en qué era vivió, pero una cosa es segura, fue mucho antes de existir el hombre tal como nosotros lo entendemos. Ese monstruo viene de una era en que el hombre y la naturaleza estaban tan próximos, que apenas se podía distinguir el uno de la otra.
Entonces, me rozó el brazo. Fue un toque titubeante, casi como si tuviera miedo de estar en contacto con alguien de quien tanto se había distanciado.
-Cuando corras -dijo-, ve hacia el lindero del bosque. No te detengas. Sal de ahí, y no vuelvas. Ahora no hay salida para mí. Es una parte de mi propia mente, que me ata a este bosque tanto como si yo mismo fuera un mitago. No vuelvas, Steve. Al menos, en mucho, mucho tiempo.
-Chris... -empecé a decir.
Pero era demasiado tarde. Mi hermano había apartado de golpe la cubierta de espino, y corría alejándose de mí. Momentos después, la forma más enorme que se pueda imaginar pasó sobre mi cabeza, y un enorme pie negro se plantó a centímetros de mi cuerpo paralizado. Todo sucedió en una fracción de segundo. Cuando conseguí salir del agujero y echar a correr, di un rápido vistazo a la criatura. Me había oído, y también me miraba. Durante aquel instante de contemplación recíproca, mientras los dos nos alejábamos en el bosque, vi el rostro pintado sobre la cabeza negra de jabalí.
El Urscumug abrió la boca para dejar escapar un rugido, y mi padre pareció mirarme.
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